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Tribuna
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Cinco años después, el mar sigue callado

Mi padre desapareció tras el vuelco del pesquero ‘Maremi’ en julio de 2021. Nueve marineros fueron rescatados. Él nunca volvió. Esta es la historia y la herida que seguimos llevando abierta.

La madrugada del 15 de julio de 2021 recibimos una llamada que nunca esperas. El pesquero Maremi, con base en Santoña (Cantabria), había volcado a nueve millas del cabo Mayor (al oeste de Santander). 10 tripulantes iban a bordo. Nueve fueron rescatados. Y en esa cuenta quedó un vacío: el de mi padre. Casi cinco años después, seguimos sin respuesta. Y el mar —ese mar que le dio todo— es también el que nos mantiene en esta espera que no termina.

El Maremi —una embarcación de 23 metros que faenaba bocarte, sardina y chicharro— volcó de forma repentina mientras maniobraba para recoger los aparejos. El mar estaba relativamente en calma. No había aviso de temporal.

A día de hoy no existe una explicación definitiva sobre por qué volcó el Maremi. Los marineros rescatados coincidieron en que todo ocurrió “en cuestión de segundos”, sin tiempo para reaccionar. Se barajó la posibilidad de un desplazamiento brusco de carga, un enganche inesperado de las redes o un desequilibrio repentino durante la maniobra, pero ninguna hipótesis pudo confirmarse. El barco se hundió con demasiada rapidez y a demasiada profundidad como para reconstruir con precisión lo sucedido.

Calcularon que estuvieron media hora en el agua antes de que otra embarcación, el Itsasoan, divisara a cuatro hombres aferrados a una barca roja volcada. Al escuchar sus gritos, activaron la alarma que llegó al Siempre al Alba, el barco más próximo. A bordo iba mi tío, Mariano Solano. Rescataron a otros cinco marineros, agarrados a los corchos de las redes. Él sacó vidas del agua mientras buscaba, entre esos rostros, el que no apareció: el de su hermano.

Mi padre, Fernando Solano —Nando para todos—, no logró salir a tiempo. Tenía 54 años. A bordo, todos eran como una pequeña familia formada a lo largo del tiempo. Trabajaban de lunes a viernes, aunque él acudía al muelle incluso los domingos para revisar que todo estuviera en orden. Ejercía el oficio con total dedicación. En la nevera de casa tenía anotada la fecha de su jubilación: le quedaba solo un año. Después de toda una vida trabajando en la mar, esperaba un descanso que nunca llegó.

Tras el hundimiento, se desplegó un operativo con helicópteros, embarcaciones y medios de distintos cuerpos: Helimer 222, Salvamar Deneb, el buque María de Maeztu, Guardia Civil y Cruz Roja. Durante días rastrearon la zona por mar, tierra y aire. Se utilizó un robot ROV del buque Don Inda para inspeccionar el pecio a más de 130 metros de profundidad, una zona extremadamente difícil. La búsqueda finalizó sin éxito el 24 de julio. A partir de entonces solo quedó una vigilancia superficial. El cuerpo de mi padre nunca apareció.

Hubo reuniones informativas con Salvamento Marítimo, el capitán marítimo y autoridades locales y regionales. Aún así, hubo momentos de falta de información. El 17 de septiembre de ese año acudimos mi madre y yo a la última reunión en la Consejería de Desarrollo Rural, Ganadería, Pesca y Alimentación. Ese día entendí que ya no había nada más que hacer. Las esperanzas estaban agotadas. Ahí terminó la búsqueda; empezó el silencio. La incertidumbre nos llevó a pedir públicamente que “no dejen de buscar” y a solicitar más medios técnicos ante la sensación de que el dispositivo se apagaba demasiado pronto.

La desaparición de mi padre reabrió heridas antiguas en la comunidad pesquera local, especialmente al evocar la tragedia del Nuevo Pilín, hundido en 2004 con dos marineros que nunca aparecieron. Y no fue la única: tragedias recientes como la del Villa de Pitanxo —pesquero con base en Marín (Pontevedra), hundido en 2022 con 11 desaparecidos— o la del Vilaboa Uno, que naufragó en 2023 frente al Cabo Mayor con dos muertos y un desaparecido. También en Galicia, en los últimos años, varias embarcaciones menores han volcado sin que todos sus tripulantes fueran recuperados. Todos estos casos comparten un mismo dolor.

Vivir en la herida abierta

Cinco años después, no hay día en el que no convivamos con la misma pregunta: ¿dónde está? La espera se convierte en una forma de vida. No puedes avanzar, pero tampoco retroceder.

Perder a un vecino, a un amigo, a un tío, a un sobrino, a un padre o a un marido es siempre un golpe que deja un hueco en la vida de cualquiera. Pero en los puertos y en las cofradías hay un dolor aún más hondo del que casi nadie habla: el de quienes pierden a un hijo en la mar. No existe consuelo posible para una madre que se queda esperando un regreso que nunca llega. Es una herida que descoloca el orden natural de la vida, una ausencia que no se repara y que, cuando no hay cuerpo, se convierte en un vacío que acompaña para siempre.

En el puerto hay un pequeño memorial con una placa y una foto de mi padre. Allí se dejan flores y allí acude mucha gente que le quiso, pero yo sé que él no está en ese lugar. Esa es la herida de las desapariciones en la mar: no tener un sitio concreto al que llevar un ramo de rosas, ningún pedazo de tierra donde sentir que descansa. Por eso, en cada aniversario dejo caer una flor al agua. Es el único gesto que me permite acercarme, aunque sea simbólicamente, al lugar donde la mar decidió guardarle.

La desaparición de mi padre no es una excepción en la costa cantábrica: es la muestra silenciosa de un oficio que convive cada día con el riesgo. En la mar basta un movimiento inesperado, una maniobra malograda o un golpe de ola para que la rutina se convierta en tragedia.

Pero lo que más duele no es solo el accidente: es cómo estas historias se desvanecen del debate público a la misma velocidad con la que se cierran los dispositivos de búsqueda. Durante unos días hay helicópteros, barcos y titulares. Después, nada. Las familias seguimos; la agenda informativa pasa página.

Y queda una pregunta incómoda: ¿se busca siempre hasta donde se puede, o solo hasta donde es habitual buscar? Cuando un barco queda a más de cien metros de profundidad, como ocurrió en este caso, todo se complica. Pero la dificultad no debería ser excusa para resignarse.

A veces, cuando me siento en el faro de Santander, cerca del Cabo Mayor —el mismo horizonte donde ocurrió aquel trágico accidente— dejo que la mirada se pierda en el mar y pienso que sus grandes aguas guardan un secreto que quizá nunca sabremos. Han pasado 1.593 días desde aquel 15 de julio de 2021. Más de cuatro años de preguntas sin respuesta y de convivir con un silencio que pesa más que las mareas.

Pero también sé que no estoy sola. Me queda mi hermana, que comparte este vacío y esta manera silenciosa de recordarle. Y me sostienen las personas que, casi cinco años después me acompañan en este duelo: mi familia de sangre, y los amigos que, desde entonces, también se convirtieron en familia. Con quienes entienden el dolor sin nombrarlo. En los primeros momentos escuchamos demasiadas veces aquello de “son cosas que pasan”, como si la mar tuviera derecho a llevárselos sin más. Pero no lo son. No para quienes nos quedamos buscando respuestas. Por eso, ese apoyo discreto —el de quienes siguen aquí, día tras día— es también una forma de justicia.

Cuando algo me golpea, siempre vuelve el mismo pensamiento: nada va a dolerme más que la muerte de mi padre. No existe cura para una pérdida así; solo queda aprender a seguir adelante. Los días pasan, incluso cuando las agujas del reloj parecen moverse más lentas desde entonces. Hay que trabajar, hay que estudiar, hay que vivir como si él pudiera vernos. Porque recordar no es quedarse anclado: es seguir caminando con su nombre bien sujeto a la memoria, para que ni la mar —ni el tiempo— se lo lleven del todo.

Durante casi cinco años no hablé de esto en ningún medio. El tiempo fue poniendo algo de orden dentro del caos. Hoy, contarlo en EL PAÍS, el periódico donde hago mis prácticas, no es solo periodismo: es un acto de memoria. Es mi manera de evitar que esta desaparición —y tantas otras en la mar— se hundan en el olvido. Nadie muere si permanece en la memoria. Papá, tu siempre estarás en la mía.

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