España va bien, los bloques no
En los edificios del centro de las ciudades conviven fondos de inversión, plataformas de alquiler turístico e inversores extranjeros, que es como se les llama a los inmigrantes cuando tienen dinero


En los bloques de pisos de mi infancia todo el mundo se parecía bastante. En el de mi tita Toñi, que era de protección oficial, había matrimonios que trabajaban en negro, él en el campo y ella fregando escaleras, familias cuyo supermercado era Cáritas e inmigrantes recién llegados a una España que, según nos decía Aznar, iba bien. En el de Sofía, una compañera del colegio cuyos padres eran médicos, había una consulta de dentista y varios pisos de familias que, como la suya, iban a la ópera entre semana, algo que para mí los igualaba a la realeza. Cuando mis padres carteros se separaron, ambos se fueron a vivir a pisos de gente cuyo poder adquisitivo era muy similar al suyo, que se redujo mucho entonces: sobre el divorcio hay muchas cosas que casi nadie dice, y una de ellas es que es un privilegio de clase.
Se separaron el mismo año que se estrenó Aquí no hay quien viva, 2003. La comunidad de Desengaño, 21 era también bastante homogénea, al menos al principio. Estaba en el centro de Madrid y en ella había una pareja de hermanas que habían heredado un piso, una familia que pagaba con esfuerzo la letra cada mes, una pareja gay, una jubilada a la que se le había remetido el hijo cuarentón en casa tras el divorcio y dos jovencitas que le alquilaban su segunda vivienda, además del portero y el dependiente del videoclub.
A medida que fueron emitiendo episodios y que los bancos dejaron de dar hipotecas para casa, coche y comunión del crío, los guionistas fueron incorporando de manera inteligente otras figuras, como la del rentista. No hay otra serie en España que mejor haya reflejado en los últimos años la evolución de la economía familiar y de la situación de la vivienda que Aquí no hay quien viva y su sucesora, La que se avecina. Porque cuando las cosas se empezaron a torcer, los creadores parieron una nueva ficción, esta vez ambientada en un PAU.
Si hubieran seguido concatenando series hasta el día de hoy, el videoclub de Desengaño, 21 sería ahora una tienda de CBD, varios pisos serían turísticos, uno lo habría comprado un venezolano a tocateja por 750.000 euros y otro par estarían en trámite de ser adquiridos por un fondo de inversión para convertirlos en cuatro o cinco apartamentos de 20 metros cuadrados. En la portería no estaría Emilio sino uno de esos inmigrantes que, como dice Ayuso —y como piensa nuestra élite política, empresarial y mediática de derechas e izquierdas, lo verbalice o no— vienen porque alguien tendrá que hacer los trabajos de mierda, no todos vamos a ser project manager.
Ahora los bloques no son homogéneos sino que en ellos hay diversidad, un valor muy celebrado en las últimas décadas. En los centros de las ciudades hay diversos fondos de inversión, diversas plataformas de alquiler turístico y diversos inversores extranjeros, que es como se les llama a los inmigrantes cuando tienen dinero.
En las periferias y en los pueblos, los vecinos de los bloques también se parecen cada vez menos unos a otros. Lo veo en el mío, construido cuando se estrenó Aquí no hay quien viva, inicialmente para clases populares. Ahora convivimos los propietarios originales, boomers de clase obrera, con clasemedianos como yo que les compramos o alquilamos los pisos a precio de oro y familias de inmigrantes que, como la de una de mis vecinas, comparten piso con otras familias, cada una en una habitación y con normas estrictas: no pueden usar el salón, la cocina tiene horario y deben, claro, comer en sus cuartos. Pero España sigue yendo bien, aunque quien nos lo dice ahora no lleva bigote.
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