Me echo a llorar
Aquel hombre era uno de esos tipos divorciados que se muestran liberales y doctrinarios a la vez el día que les toca ejercer de padres


Este hombre acaba de recoger del colegio a sus hijos —una niña de unos 13 años y un niño de unos 11— y se los ha traído a merendar a la terraza cubierta donde yo me tomo el café de media tarde. Es uno de esos tipos divorciados que se muestran liberales y doctrinarios a la vez el día que les toca ejercer de padres. Les dice a los críos que pidan lo que quieran, pero les avisa del peligro de la bollería industrial. Los vástagos piden finalmente una tostada con mantequilla y mermelada y un refresco.
—Con los refrescos —les advierte—, llevad cuidado: todos tienen azúcar.
Los hermanos intercambian entre sí una mirada cargada de sentido, pero no dicen nada. Después de que el camarero les sirva el pedido, el adulto se aclara la garganta, síntoma de que se dispone a decir algo importante para la educación de las criaturas. Aguzo el oído por si pudiera aprovecharme yo también de las enseñanzas de este sujeto tan bien constituido.
—A ver —comienza—, ¿os limpiáis el ombligo al ducharos?
—¿Cómo dices? —pregunta la niña con la tostada a medio camino entre el plato y la boca.
—El ombligo —continúa el padre— es un depósito de mierda. A la mayoría de la gente le huele mal.
Los críos ponen cara de asombro, situación que aprovecha el adulto para invitarles a que se metan el dedo índice en ese agujero fundacional y se lo lleven a la nariz. La niña y el niño miran hacia los lados e introducen disimuladamente la mano por debajo de la ropa. Al poco, huelen el resultado y los dos ponen cara de asco.
—Tremendo, ¿no? —exclama el progenitor.
—Pues sí —concede la niña de viva voz mientras el niño asiente con la cabeza.
Vuelvo a casa, me meto en el baño y ejecuto la misma operación para ver a qué huele mi ombligo. Huele a mi madre muerta, creo. El caso es que me echo unas lágrimas.
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