Sangre asimétrica
Ninguna idea, por repugnante que nos parezca, autoriza una agresión


José Ismael Martínez, periodista de El Español, fue brutalmente agredido la semana pasada en Pamplona. Una turba aberzale lo golpeó con patadas y pedradas; de haberse tropezado y haber quedado a merced de sus verdugos, las consecuencias podrían haber sido aún más terribles. Las imágenes, por desgracia, resultan familiares: encapuchados con ikurriñas y pasamontañas —los cobardes siempre se tapan la cara— invocaron la coartada antifascista para desatar su ira desviada. Todo recuerda demasiado al odio que España padeció durante décadas.
La excusa era la anunciada intervención de Vito Quiles en la Universidad de Navarra, un acto que la institución canceló en un legítimo ejercicio de soberanía académica. Pocos dudan de que Quiles y los suyos son agitadores populistas y que su gira universitaria responde a una estrategia de provocación, un modo calculado de tensar la cuerda. Pero el descrédito de su causa no justifica jamás la violencia, porque ninguna idea, por repugnante que nos parezca, autoriza una agresión.
En España, tal vez por haber sufrido una dictadura fascista durante 40 años, existe una sensibilidad casi instintiva frente a las pulsiones iliberales de la extrema derecha. Por eso todos sabemos quién es Quiles. Lo paradójico es que quienes reaccionan con ardor ante cualquier sombra autoritaria en la derecha se muestren tibios, cuando no mudos, ante la violencia que proviene del otro extremo. Quiles podrá ser muchas cosas, pero es un hecho que en Navarra las piedras y las patadas no las lanzaron sus seguidores.
Cabe preguntarse qué habría ocurrido si hubieran sido los cachorros de Alvise quienes hubieran golpeado a un periodista. Probablemente el país se habría detenido y la alerta llevaría resonando días en tertulias, radios y diarios. Pero la agresión vino del otro lado, y representantes públicos como Irene Montero celebraron una acción que terminó con un reportero hospitalizado. Otros, siempre prestos a poner un tuit cuando la causa noble rima con sus intereses, siguen sin pronunciarse.
Pasolini advirtió del fascismo de los antifascistas, y “antifascista” fue también el nombre con el que se quiso disimular la ignominia del muro de Berlín. El problema nunca son sólo los exaltados, sino quienes, proclamándose demócratas, tropiezan al condenar la violencia de los próximos. La indignación por la sangre derramada nunca puede entender de bandos ni ejercerse de forma asimétrica. A no ser, claro, que también la defensa del talante democrático sea sólo una coartada.
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