Los dientes del odio
El insulto excita al algoritmo y los nuevos magnates hacen caja con nuestros conflictos. Urge usar las palabras no como arma, sino como argamasa


Decían que el mejor señuelo para atrapar atención es el sexo. Hoy las redes sociales han demostrado que el odio es mucho más adictivo, más orgiástico, más contagioso, más irresistible. El insulto excita al algoritmo y los nuevos magnates hacen caja con nuestros conflictos. El extremismo calculado vende. La furia está bien financiada. Por eso, la temperatura de los discursos se está calentando aún más deprisa que el clima.
Un buen enemigo es el mejor abono para cultivar identidad. Azuzar el rencor frente al adversario enardece a las propias huestes y robustece la sensación de pertenencia. Merced a una lógica perversa, si divides, multiplicas tu protagonismo. El odio viejísimo —pero muy trabajador— goza de envidiable buena forma. Podría parecer una pasión simple y visceral, pero procede de nuestras heridas más hondas; se gesta en el recuerdo de los desprecios sufridos, de los abandonos y las ilusiones perdidas. La misma etimología habla de dolor: la raíz indoeuropea od está presente en “odio” y en “odontólogo”. Según una hipótesis, odiar sería como un dolor de muelas anímico, pero también podría asociarse al gesto de enseñar ferozmente los dientes.
En la historia universal de la hostilidad y las dentelladas, fue pionero el profeta persa Zaratustra —en griego Zoroastro–, que vivió hace más de dos mil quinientos años. Según la tradición, sus sacerdotes, los magos, visitaron al niño Jesús en el portal: magu era el término que los babilonios daban a los sabios iniciados en el zoroastrismo. Nietzsche lo reintrodujo en el imaginario occidental al convertirlo en portavoz de su propia filosofía. Por lo que sabemos, Zaratustra fue el primero en afirmar que la vida era una batalla extrema entre el bien y el mal, donde nos acecha el archienemigo, llamado Angra Mainyu o Ahrimán, un espíritu destructivo y perverso —que hoy da nombre a villanos de series y videojuegos—. Acusaba a Ahrimán de propagar calumnias y falsedades: era la encarnación de la mentira. Así nació el chivo expiatorio para todo. Desde entonces, cuando concluimos que nuestros adversarios están poseídos por un impulso maligno, ya no hay necesidad de preguntarse por sus razones o sus corazones. La división del mundo entre amigos y enemigos ha hecho que a lo largo de milenios gente perfectamente amable en privado combatiese a otros, los castigase y los sometiera al terror sin conocerlos ni reconocer su humanidad. Por eso, tal vez el único antídoto sea escuchar: puedes elegir ejercitar o el odio o el oído.
Según esta visión del mundo, el estado natural sería el enfrentamiento y, en su lógica, cualquier catástrofe desataría todos los conflictos latentes. Rebecca Solnit dedicó su ensayo Un paraíso en el infierno a reflexionar sobre las reacciones humanas ante cataclismos como terremotos, inundaciones o huracanes: “En muchos desastres nuestra forma de actuar depende de que pensemos que nuestros vecinos y conciudadanos son una amenaza mayor que los estragos provocados por la catástrofe o, por el contrario, un bien mayor que los bienes materiales en las casas y en las tiendas de los alrededores”. Lo que creemos define nuestro comportamiento. Solnit documenta un hecho inquietante: suelen cometer las acciones más terribles quienes están convencidos de que los demás van a comportarse despiadadamente y se plantean la disyuntiva entre devorar o ser devorados. El egoísmo por naturaleza actúa como coartada.
El historiador Rutger Bregman ha estudiado el efecto de la novela El señor de las moscas en el imaginario colectivo. Su autor, William Golding, inventó la trama en 1951. Un grupo de niños supervivientes de un accidente aéreo se descubren solos en una isla desierta, sin adultos. Al principio organizan una democracia y toman todas las decisiones por votación. Eligen como líder a Ralph, un chico atlético, responsable y carismático. Cuando un barco los rescata meses más tarde, tres chavales han sido asesinados y la isla es un páramo humeante. La violencia ha arrasado con el compañerismo. Ralph llora por el fin de la inocencia, por las ilusiones devastadas, por la crueldad que anida en el corazón humano. En la estela de Auschwitz y la Segunda Guerra Mundial, el público estaba predispuesto a aceptar el concepto del mal intrínseco e ineludible. El mismo Golding, excombatiente alcohólico, atormentado y depresivo, conocía el sufrimiento. La novela es una proyección de miedos compartidos.
La aventura relatada en el libro es una ficción: nunca sucedió. Sin embargo, un hecho muy similar ocurrió en 1965. Tras un naufragio, seis chicos entre 13 y 16 años sobrevivieron quince meses en un islote rocoso del Pacífico. Al terminar la odisea, el capitán que los rescató contó que los chicos habían creado una pequeña comuna con un huerto, troncos huecos para almacenar agua de lluvia, un gimnasio con curiosas pesas y gallineros, “todo ello gracias a su trabajo manual, una vieja hoja de cuchillo y mucha determinación”. Mientras los personajes imaginarios de El señor de las moscas batallaban por adueñarse del fuego, los jóvenes de la experiencia vivida se organizaron para mantener la hoguera ardiendo durante más de un año. A veces discutían, pero lo resolvieron sin herirse. Uno de ellos fabricó una guitarra con un trozo de madera flotante, media cáscara de coco y seis alambres de acero rescatados de su barco naufragado, y solía tocar para levantarles el ánimo. Cuando uno de ellos resbaló, cayó por un acantilado y quedó herido, inmovilizaron su pierna con palos y lo cuidaron. En la verdadera historia, los chicos confiaron y colaboraron. Tristemente, el libro de Golding es lectura obligatoria escolar, mientras el episodio auténtico pasó desapercibido. Nos impacta más la realidad de los miedos que la realidad de los hechos. Resulta más persuasivo el cuento de terror, donde cualquier parecido con la solidaridad es pura coincidencia. El odio y la destrucción venden más que la colaboración.
Piensa mal y lo extenderás. La hostilidad, como la confianza, es una dinámica contagiosa. Ciertos líderes políticos refuerzan su poder personal espoleando la cólera: nos regañan como a niños porque no odiamos lo suficiente. Los autoritarismos triunfan cuando acatamos las coordenadas de sus ejes del mal. Fabricar enemigos es uno de los sectores económicos más rentables y con mayor demanda. Las vísceras cotizan en bolsa. El oficio de comentarista furibundo vive un momento dulce. Los magnates de las redes sociales aman nuestras fobias: atizan rencores que nos mantienen absorbidos, crispados y cautivos. Moldean el resentimiento con mensajes que masajean nuestros victimismos y transforman el enfado en capital. Los inversores en el ramo de la furia recogen beneficios. Tu rabia es su riqueza. Las explosiones de enojo, el previsible y sereno crecimiento del negocio. Tu insomnio febril arrulla sus sueños.
El círculo se estrecha, ya no basta recelar del otro. Los algoritmos buscan cebarse en nuestras inseguridades. La publicidad se filtra por las grietas de nuestra autoestima: nos empuja a odiar lo que somos para vendernos soluciones individualistas y perfecciones envasadas, desde la cirugía plástica a la autosuperación. Al final, necesitamos creer en nosotros mismos para creer en los demás. Frente a los accionistas de la ira, podemos fortalecer los vínculos y decidir que confiamos en nuestros vecinos. Urge usar las palabras no como arma, sino como argamasa: cultivar el debate frente al combate. No podemos permitirnos tener más odios que ideas.
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