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Columna
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La cuadratura del círculo

Trump ha conseguido un éxito indudable con la primera parte de su plan para Palestina; el que la segunda llegue a ponerse en marcha es mucho más dudoso

Fernando Vallespín

Donald Trump consiguió un indudable éxito con su Plan de Paz para Palestina, aunque, como siempre que interviene este personaje, toda su escenificación mediática e inflamación retórica superó con mucho la verdadera realidad del problema. Hubo un inmenso alivio por la consecución del alto el fuego y el retorno de los rehenes; también, por haber logrado unir en un mismo proyecto a países islámicos como Qatar, Egipto y Turquía, alineándolos con Israel y el grueso de la comunidad internacional. Por primera vez en muchos años, algo comienza a moverse en Oriente Próximo, más por el peso específico de los Estados Unidos y el capricho egocéntrico de Trump que por la propia acción de la ONU, cada vez más empequeñecida ante el nuevo protagonismo de las superpotencias. Y algo similar cabe decir de la UE, que no consigue salir de su papel de comparsa.

Pero aún estamos en la fase uno del acuerdo. Queda la dos, la más compleja: el desarme de Hamás —que no parece estar por la labor—, la retirada total de Israel, la creación de una fuerza internacional de estabilización, que seguramente esté integrada por tropas de países islámicos como Indonesia o Pakistán, y la instauración de un gobierno tecnocrático palestino provisional. Aparte, claro está, del enorme esfuerzo financiero que supondrá la reconstrucción de un territorio absolutamente devastado y la creación de un marco de estabilidad que permita el acceso a una auténtica autonomía política palestina capaz de garantizar a la vez la seguridad de Israel. Como puede verse, la cuadratura del círculo. Todavía todo es lo suficientemente confuso como para no poder cantar victoria, por mucho que Trump diga que ha conseguido resolver una guerra ¡de 3.000 años!

Los más pesimistas no creen que pueda llegar a pasarse de esta primera fase. De nuevo, la resistencia numantina de Hamás a perder protagonismo y, por tanto, incompatible con un desarme completo; o la clara ausencia de unidad, liderazgo y proyecto palestino, sin capacidad todavía para superar el espanto de la matanza y sus disensiones históricas. Por el otro lado está el escepticismo de Israel a aceptar una fuerza de interposición sin tener asegurada la neutralización de Hamás. Sin que pueda olvidarse tampoco que las concesiones de Israel se deben en gran medida al balón de oxígeno que Trump proporcionó a Benjamín Netanyahu dentro de la política interna israelí, llegando a pedir que se le amnistiara de sus posibles delitos. Dada la imprevisibilidad del presidente estadounidense, nada asegura que más adelante pierda interés en el conflicto y Netanyahu vuelva a las andadas.

A pesar de todo, hay espacio para la esperanza. La indudable victoria militar israelí ha ido acompañada de un creciente aislamiento internacional y de una pérdida de prestigio de su causa, cuando no del salto hacia un antisemitismo flagrante. No puede seguir ignorando esa herida. Por no hablar, ahora desde el campo contrario, de la derrota sin paliativos de Hamás, huérfano ya del apoyo de Irán, Hezbolá y Yemen y crecientemente cuestionada por los propios palestinos de Gaza. Además, por primera vez parece asentarse una clara voluntad de cooperar en la solución por parte de la mayoría de los países árabes, ampliando los acuerdos de Abraham liderados por Arabia Saudí. Es muy posible que las condiciones de hoy no sean tan favorables como las que en su día impulsaron los acuerdos de Oslo. Entonces Yasser Arafat renunció a la creación de un Estado palestino; hoy esa oferta no está ni siquiera encima de la mesa, pero se ha evitado el mal mayor, la continuidad de las matanzas. Y se han disparado las expectativas. Quienquiera que las quiebre habrá de responder ante la historia.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.
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