Entre guerra y paz, que siga el espectáculo
Un nuevo y grotesco culto a la personalidad está ya plenamente instalado en el ombligo de la vida internacional


La guerra ha terminado en Gaza, debe terminar en Ucrania y puede empezar contra Venezuela. Este es el guion de Donald Trump en su semana de gloria, entre su viaje a Israel y Egipto el pasado fin de semana y el encuentro ayer con Volodímir Zelenski en la Casa Blanca. Contradictorio luchador por la paz en el mundo y a la vez comandante en jefe en las guerras americanas; en casa contra el “enemigo interior”, para recuperar la grandeza perdida, y en el patio trasero contra Venezuela, en aplicación de la vieja doctrina Monroe que adjudica América a los americanos.
En su cabeza ha evitado la tercera guerra mundial, dando fin a una historia bélica tan antigua que ni siquiera sabe cuándo empezó. ¿Serán 3.000 años o solo 500, se preguntó en Jerusalén ante la Knéset? Todo gracias a su diplomacia de la fuerza, es decir, primero la matanza y destrucción de Gaza con armas facilitadas por su país, luego un colosal proyecto turístico que incluía la limpieza étnica, y finalmente su milagroso talento para la paz y para los negocios, que quiere aplicar también en Ucrania.
El arte trumpista de la paz no cuenta con Europa, ni en Gaza, ni en territorio europeo cuando se trata de poner fin a otra guerra. Sus principales líderes fueron silenciosas comparsas en la estrambótica ceremonia de Sharm el Sheij, toda en su honor y gloria, oficiada por él mismo e introducida por el presidente egipcio y anfitrión, Abdelfatá al Sisi, con una única intervención adicional, la del primer ministro de Pakistán, Shabaz Sharif, para que reclamara el Premio Nobel de la Paz. Y son segundo plato en las negociaciones para terminar la guerra de Ucrania, con Trump como equidistante intermediario entre Zelenski y Vladímir Putin, su interlocutor privilegiado.
De la triunfal gira por Oriente Próximo destacan las estampas del nuevo orden planetario trumpista. Con Trump, la solemnidad y la seriedad de las decisiones históricas han sido sustituidas por el espectáculo, la chanza de mal gusto y la exhibición del poder de la fuerza y del dinero. Las exageraciones y la desmesura componen discursos y documentos, los presidenciales y los de sus aduladores. Un lenguaje infantiloide, simplificador y siempre escaso, sustituye a la antigua y sofisticada retórica de los discursos presidenciales de una época que se acaba.
El nivel ha caído a plomo. Un nuevo y grotesco culto a la personalidad está ya plenamente instalado en el ombligo de la vida internacional, con el Despacho Oval como pretencioso y cursi salón del trono donde se apelotonan los vasallos domésticos y foráneos. Las reuniones se deslizan hacia la cháchara y la caricatura, los malos chistes y la risotada, a pesar de que versan sobre materias tan trágicas como la guerra y la paz.
Trump fracasó en el show de Anchorage (Alaska) a mitad de agosto, cuando quiso arrancar de Putin el final de la guerra de Ucrania. Veremos ahora si triunfa en el show que quiere repetir en Budapest tres semanas después de su apoteosis en Oriente Próximo. Por iniciativa de Viktor Orbán, trumpista, putinista y antieuropeo, podrá regalar otro escabel de honorabilidad a un criminal de guerra y secuestrador de niños ucranios imputado por el Tribunal Penal Internacional. Será en territorio de la Unión Europea, en el único país rebelde a la legalidad internacional, donde el presidente ruso podrá mofarse de la orden de detención que pesa sobre él, junto al presidente de Estados Unidos, que desprecia e incluso persigue a los jueces de La Haya.
Como aperitivo, Trump ha oficiado una de sus habituales ceremonias de la confusión, atento al último adulador con quien habla. A principios de semana iba a mandar misiles Tomahawk a Ucrania, pero dos horas de charla telefónica con Putin, magistral en la adulación como en la amenaza y el engaño, han bastado para ver al presidente más duro asaltado por el TACO, el síndrome de la pusilanimidad (Trump Always Chickens Out). Como ya sabe Zelenski, quien no conoce el lenguaje de la diplomacia halagadora, extorsionadora y corrupta trumpista no tiene nada que hacer en este mundo. El presidente ucranio ya ha aprendido a tratar a Trump, pero no ha podido convencerle para que abandone el apaciguamiento y por una vez empuje a Putin hasta que acepte el alto el fuego.
El secreto de la gran política trumpista, como en el circo, estriba en retener la atención del público. Los contenidos tienen un valor limitado. Solo cuentan los efectos efímeros e inmediatos. Enseguida se pasa a otra cosa. Nadie domina tal arte como Trump, auténtico showman en jefe, atento a la dosis que exige cada día, y él mismo víctima del déficit de atención que sufre el público. Ahora se ocupará de Ucrania y dejará de interesarse por Gaza, ocasión que alguien aprovechará, sea Hamás o sea Netanyahu, o ambos.
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