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Tribuna
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Las consecuencias del 7 de octubre

Tanto las acciones de Israel como la opinión pública progresista mundial han sido deplorables

Es difícil juzgar la importancia de los hechos históricos cuando todavía se están desarrollando. Aunque el 7 de octubre de 2023 no tiene la misma magnitud que la caída del Imperio romano o la Revolución Industrial, sí posee las características de un “gran” acontecimiento. Un gran acontecimiento es un hecho que tiene consecuencias objetivas sustanciales para las partes implicadas, que marca un “antes” y un “después” y cuyos participantes consideran significativo. El 7 de octubre cumple todos esos requisitos. Fue la experiencia más dramática de la historia de Israel para los israelíes y los palestinos sin Estado y ha supuesto una ruptura para muchos judíos de todo el mundo. En retrospectiva, es posible que sea también el origen de una tímida y vacilante luz de esperanza que empieza a parpadear en esta oscura región, aunque todavía sea difícil saber cómo se va a plasmar el programa de 20 puntos de Trump. Como ocurre a veces en la vida y en la política mundial, el desastre y la reconstrucción van de la mano.

Ya han ocurrido algunas cosas positivas. La primera es el golpe fatal que han asestado Israel y el mundo a Irán. Todo lo que se diga del papel pernicioso y criminal que ha desempeñado la República Islámica en el recrudecimiento de las tensiones en la región es poco. Ahora está por ver hasta qué punto el debilitamiento de este Estado patrocinador del terrorismo transformará Oriente Medio. El segundo hecho positivo es la participación de los países árabes vecinos. Por primera vez, los Emiratos Árabes Unidos, Egipto, Arabia Saudí y Catar han asumido la responsabilidad de ayudar a negociar un alto el fuego entre Israel y los palestinos, lo que va a permitir que la resolución de este conflicto adquiera una dimensión regional y, tal vez, garantice una paz duradera.

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Sin embargo, el 7 de octubre nos enseña otra lección: tanto las acciones de Israel como la opinión pública progresista mundial han sido deplorables.

El interés tan intenso que este conflicto ha despertado en los países occidentales debería sorprendernos: hasta ahora, una guerra y una catástrofe humanitaria en las que no hubiera soldados europeos o estadounidenses sobre el terreno nunca habían sacudido por igual a multitudes anónimas de manifestantes y a dirigentes como Pedro Sánchez, Maduro, Lula o Gustavo Petro, presidente de Colombia. Si todas esas personas y esos líderes se hubieran comprometido e indignado con la misma intensidad por la inmensa cantidad de tragedias que ocurren en Sudán, Congo, Etiopía, Kenia, Yemen y otros lugares, esa actitud habría sido una buena noticia para el mundo. Por desgracia, da la impresión de que los palestinos son el único pueblo del mundo cuya desgracia es capaz de conmover y cautivar a las masas. Se ha convertido en un resumen metonímico y condensado de todas las demás causas progresistas. Y sus defensores suelen mostrar un grado de conocimiento y comprensión de la región lamentablemente escaso.

El 7 de octubre ha dado pie a la aparición de dos izquierdas: la izquierda de Gaza y la izquierda del Holocausto, que coinciden aproximadamente con la distinción entre el izquierdismo y la socialdemocracia. En torno a Israel y Palestina han cristalizado y se han articulado varios debates más amplios sobre la (i)legitimidad de la violencia, la desaparición del universalismo debido a la política identitaria, la rivalidad entre la memoria del colonialismo y la memoria del Holocausto y la decisión de dar prioridad a la justicia frente a la reconciliación. El 7 de octubre señala la expresión externa de una redefinición previa de los mapas morales y políticos y ha agudizado estas transformaciones. Ha creado una profunda brecha entre estos dos tipos de izquierda, ha indignado a numerosos judíos que viven en democracias occidentales y ha fortalecido a la extrema derecha en casi todas partes.

La izquierda de Gaza ha fracasado estrepitosamente en su tarea y su vocación históricas. Una verdadera izquierda habría trabajado sin descanso para mitigar, mediar, moderar y servir de puente entre los israelíes y los palestinos, todos gravemente traumatizados. Pero pocas veces lo han hecho tan mal, tanto los políticos como la casta de opinadores que los acompaña. En lugar de ayudarnos a comprender, explicar y aportar complejidad y matices a la tragedia, muchos políticos, influencers, comentaristas, artistas, cineastas y novelistas de izquierda han avivado las llamas de un conflicto ya de por sí muy inflamable. En lugar de crear lazos de solidaridad con los grupos de la sociedad palestina y la israelí que desean la paz, en lugar de ayudar a que cada bando comprenda al otro, en lugar de ofrecer una alternativa a la retórica de la guerra, en lugar de reforzar el ideal de la paz, en lugar de reflexionar sobre los mecanismos e instituciones que ayudan a superar una hostilidad centenaria, muchos miembros de la izquierda han intensificado esa retórica belicista y han añadido una nueva capa de odio a la ya existente. Han abordado esta tragedia como si fuera una película de Hollywood, con las víctimas a un lado y los criminales al otro, con una pureza moral que no consigue ocultar el odio que verdaderamente los anima.

Netanyahu, por su parte, ha tenido un comportamiento tan espantoso que el extraordinario rechazo que solo él es capaz de generar se ha extendido ahora al propio Israel. Se negó a asumir la responsabilidad de la política que llevó a Hamás a cometer sus crímenes; se negó a reconocer que había habido señales de aviso sobre los ataques; insistió en la designación corrupta de personas leales al frente del ejército y los servicios secretos; ha librado una guerra sin importarle el desproporcionado número de palestinos muertos, la opinión pública internacional ni la desesperación de las familias de los rehenes israelíes. Netanyahu merece que la historia lo juzgue con severidad. Por su culpa, a Israel le será muy difícil recuperar la posición y la imagen que tenía. Aunque haya un alto el fuego, la tregua no bastará para que Israel deje de parecer un Estado irresponsable.

Como consecuencia de estos dos errores monumentales, la situación de los judíos en las democracias liberales ha cambiado drásticamente, como mínimo, en tres aspectos. El orden moral posterior a la Segunda Guerra Mundial supuso quizá la edad de oro de las comunidades judías en el Occidente democrático, puesto que, a pesar de que seguía habiendo un antisemitismo latente bajo la superficie, se podía decir que los judíos estaban protegidos por el recuerdo del Holocausto. Y ellos se sumaron con entusiasmo, en todo el mundo occidental, a los objetivos liberales. Pero ahora se sienten, si no extranjeros, al menos sí incómodamente desvinculados de unas sociedades en las que las expresiones de antisemitismo se han convertido en algo habitual bajo el disfraz del antisionismo de izquierdas. El largo matrimonio entre los judíos y distintas formas de universalismo, socialdemócrata, liberal, socialista, comunista, ha llegado a su fin. El segundo cambio es que, si bien el prestigio de Israel entre los judíos pasó gradualmente de ser casi hegemónico a controvertido después de la guerra de Yom Kippur de 1973, ahora se ha convertido en una fuente de profundas divisiones entre los propios judíos, entre aquellos cuya identidad está determinada por Israel y quienes dan cada vez más preferencia a su compromiso con el progresismo. La cuestión del nacionalismo e Israel divide a los judíos de una manera sin precedentes en la historia reciente. En una encuesta llevada a cabo por Pew en febrero de 2024, se observan las grandes diferencias de opinión sobre el Gobierno israelí entre los judíos estadounidenses en función de su partido: el 85 % de los judíos republicanos y simpatizantes tenían una opinión favorable, frente a solo el 41 % de los judíos demócratas y simpatizante. Para la mayoría de los judíos, sus ideas políticas condicionan la lealtad al Estado judío. Pero no son meras diferencias de opinión. Son dos caminos opuestos y dos definiciones esencialmente distintas de la identidad judía, algo que seguramente va a separar al pueblo judío en dos ramas independientes que tendrán poco en común.

En última instancia, también provocará un cambio en la política estadounidense. Ya se ve en la ciudad de Nueva York, donde la mayoría de los judíos están a favor de elegir a un alcalde propalestino. Y se nota no solo en los judíos demócratas, sino también en los republicanos en general. Nunca ha habido tantos republicanos escépticos e incluso contrarios a ayudar de manera incondicional al Estado israelí, lo que indica un cambio trascendental muy probable de la política de Estados Unidos respecto a Israel.

El tercer cambio, tal vez el más desconcertante, es que, en muchas democracias, la extrema derecha es la que más está hablando en contra del antisemitismo. Ocurre en Estados Unidos, España, Francia, Reino Unido y Alemania. El motivo es que muchos sectores de la izquierda han declarado vergonzosamente que el antisemitismo no es ningún problema y, por tanto, han dejado el campo abierto a la extrema derecha. Además, esta última se identifica con el modelo político de democracia étnica de Israel y apoya su guerra contra el terrorismo (Irán y sus aliados). Netanyahu se ha mostrado especialmente hábil a la hora de forjar alianzas políticas internacionales con miembros de ese lado del espectro, antisemitas o no (Orban, Trump, Modi, Milei y Duda, por ejemplo), y ha sabido presentar el conflicto entre israelíes y palestinos como una guerra de civilizaciones en la que Israel protege a Occidente.

Todo esto es malo. En la época moderna, la extrema derecha ha sido un semillero de antisemitas. Hoy, tras la deserción de la izquierda, los judíos encuentran respiro y consuelo en ella, pero es como cuando Otelo acepta los consejos y el cobijo de Yago. La bestia volverá a despertar. Su utilización por parte del Gobierno israelí y de Trump para acallar las críticas y vigilar, castigar y controlar las universidades dejará una mancha imborrable en la lucha contra el antisemitismo. El hecho de que muchos judíos sionistas consideren que los partidos de extrema derecha son sus amigos solo demuestra lo acosados que se sienten y lo caótica que se ha vuelto la esfera ideológica.

El 7 de octubre señaló el derrumbe de nuestras categorías semánticas: genocidio, resistencia, violencia, guerra, democracia, izquierda, derecha, racismo, colonialismo, antisemitismo; todas han perdido su significado. El 7 de octubre señaló la desaparición de nuestra esfera pública, cuya vocación, ahora, parece ser que las palabras pierdan su significado. El 7 de octubre elevó el galimatías a unas alturas sin precedentes. Tenemos que reconstruir el significado de las palabras y las ideas que han impulsado la socialdemocracia. Y eso exigirá paciencia y visión de futuro.

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