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Un desierto llamado paz

El plan de Trump no busca una ocupación militar clásica, sino algo más sofisticado: la ocupación por delegación administrativa

Máriam Martínez-Bascuñán

¿Podemos llamar “paz” a la administración burocrática de la derrota? Mientras Trump y Netanyahu anunciaban su propuesta de “paz” para Gaza, el lenguaje mismo revelaba su función. Más que lograr la paz entre pueblos en conflicto, el plan parece buscar remover el obstáculo político que bloquea un corredor comercial entre la India y Europa. El corredor IMEC, firmado en 2023, requiere normalización entre Israel y Arabia Saudí. La guerra de Gaza congeló esas negociaciones. El plan Trump ofrece la “paz” necesaria para reactivarlas. Palestina no desaparecerá solo por fanatismo religioso sino también porque su conflicto bloquea proyectos comerciales como el corredor IMEC. La lógica es despiadada: aceptar una administración colonial o ser eliminados. Mientras, las flotillas zarpan hacia Gaza y miles de personas se manifiestan en las capitales europeas. Todos entendemos lo que las élites políticas no pueden permitirse admitir: que la “paz” ya no requiere justicia ni legitimidad democrática, solo la administración eficiente de los vencidos por operadores que trabajan en los márgenes de las instituciones formales, sin rendir cuentas a nadie. El plan Trump revela cómo funciona este nuevo orden.

Observemos la mutación del lenguaje: de lo político a lo administrativo, de la justicia a la gestión, del conflicto histórico al problema técnico. Es obvio que el plan no busca una ocupación militar clásica, demasiado visible y costosa. Propone algo más sofisticado: la ocupación por delegación administrativa. No habrá “Gobierno palestino” sino “administración civil”. Y lo más aterrador: no habrá autodeterminación sino un “consejo de paz” presidido por Trump y… ¡Tony Blair! El mismo que llevó al Reino Unido a la guerra de Irak mintiendo sobre armas de destrucción masiva, el arquitecto de la catástrofe de Oriente Próximo y hoy consultor a sueldo de dictaduras, vuelve nada menos que para “estabilizar” Gaza. La historia se repite: de la tragedia imperial británica de 1922 a la actual farsa neoliberal. Pero Blair no está solo en el consejo de paz. Jared Kushner, yerno de Trump con un fondo de inversión financiado por Arabia Saudí, lo había dicho sin rodeos un año antes: mover a los palestinos al desierto del Néguev mientras Israel “limpiaba” Gaza, y promocionar “el valor potencial de las propiedades costeras”. El plan actual no menciona la “Riviera” explícitamente, pero Kushner estaba en primera fila en la presentación. La visión no cambió: solo se volvió técnica, administrable, “realista”.

La genialidad del plan está en desarmar la crítica anticipadamente. No es una paz justa, ¿pero preferirías que muriesen más civiles? Perpetúa la ocupación, ¿pero acaso hay alguna alternativa realista? El crudo realismo se presenta como moralmente superior al idealismo de quienes exigimos justicia. Pero este realismo es profundamente ideológico: naturaliza las relaciones de poder existentes como únicas posibles, tolera todo dentro del marco de dominación, y descalifica como irreal cualquier cuestionamiento del marco mismo. El plan funciona como toda administración eficiente de la derrota: ofrece a Europa gestos simbólicos para calmar sus calles mientras Kushner y Blair diseñan el futuro real en los márgenes. Europa tardó siete días en vaciar su reconocimiento de Palestina; liquidarla como sujeto político requiere vocabulario técnico, fondos saudíes y un corredor comercial. La paz dejó de negociarse democráticamente para administrarse en los márgenes de un orden brutal. Pero frente a gobiernos que avalan lo que no diseñaron, las calles europeas resisten como espacio donde la política todavía puede nombrarse sin eufemismos.

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Sobre la firma

Máriam Martínez-Bascuñán
Profesora de Teoría Política de la Universidad Autónoma de Madrid. Autora del libro 'Género, emancipación y diferencias' (Plaza & Valdés, 2012) y coautora de 'Populismos' (Alianza Editorial, 2017). Entre junio de 2018 y 2020 fue directora de Opinión de EL PAÍS. Ahora es columnista y colaboradora de ese diario y pertenece a su comité editorial.
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