Qué enseñan los ciclistas a los conductores
El que va en bicicleta conoce la cifra de muertos y accidentados cada año y sabe que es parte del colectivo más vulnerable. Aun así, sale


En verano las carreteras se llenan de ciclistas y dedicamos más tiempo a desplazamientos interurbanos. Una bici, para un coche, es una molestia y un problema de seguridad. La DGT se está planteando limitar sus horas en la carretera. Sin embargo, precisamente en este tiempo estival, ¿podríamos verlas de otra manera y apoyar su empeño?
No mencionaré la importancia de la bici como medio de transporte sostenible, ni los beneficios del ciclismo para la salud. Mi reflexión, desde la perspectiva motora, tiene que ver con lo que nos aporta el encuentro con otro tipo de vehículo que resignifique el asfalto. La mayoría no utiliza sus piernas como forma de transporte, suben y bajan calzadas porque les gusta. Es un acto recreativo que desbarata nuestras expectativas diarias. Los hay de todas las edades, formas y géneros. Hay ciclistas solitarios y otros que prefieren el grupo. Todos y todas se afanan en reclamar con su fuerza física el espacio de tránsito que ocupó la máquina.
La escasa potencia de sus músculos no compite con el motor de nuestros vehículos. Ahí nos vemos reduciendo marchas, chupando rueda, hasta que nos encontramos seguras para pasar con cuidado. Su cabezonería nos arrincona. El coche suele sacar lo peor de cada cual, sobre todo, en situaciones de estrés. En el coche, dentro del caparazón del chasis damos rienda suelta a nuestra agresividad. Nos sentimos invulnerables. Nos da una gran sensación de seguridad. Es nuestro espacio. Saltamos cuando alguien lo altera. Sin embargo, es muy difícil mantener la sensación de amenaza ante la espalda encorvada de quien se afana por subir una cuesta pedaleando. Ahí ya viene el primer desconcierto: el ciclista nos recuerda que no todas nuestras reacciones viscerales son acertadas. “No representa una amenaza”, nos grita nuestro raciocinio. Esta constatación nos obliga a replantearnos la condición de víctimas. Es tan cómodo sentirse atacado y tener un enemigo en quien reposen todos los males de este mundo que casi nos da rabia descubrir que la amenaza somos nosotros. Los fabulosos SUV por los que nos endeudamos son más grandes que los de la generación anterior. Nos elevan cada vez un poquito más sobre el suelo. Allí donde se nos prometía una libertad sin límites el pequeño velocípedo nos frena, quizá nos haga llegar tarde, justo ahora que acabábamos de salir del atasco.
Detrás del volante suspiraba al ver las finas ruedas en el horizonte. Quería que desaparecieran. Hasta que un día acepté que me desubicaran. En estos tiempos de máxima desconfianza el ciclista es la única persona en el mundo que todavía confía en la humanidad. Detrás de su fe, aparece la esperanza. El ciclista conoce la cifra de muertos y accidentados que esgrime cada año la DGT. Sabe que ellos se encuentran dentro del colectivo más vulnerable. Aun así, sale. Confía en que los conductores respetemos las frágiles costillas que asoman bajo el mallot. A diferencia del conductor, no puede depender de sí mismo. Su seguridad se somete a nuestras acciones. Conducir una máquina recubierta de metal nos responsabiliza. Una de las primeras y más importantes lecciones que interiorizamos cuando aprendemos a circular es no dar nada por sentado, ni asumir que el comportamiento de los demás será modélico. Es decir, la conducción, lleva integrada la separación y la desconfianza. Entre otras cosas porque desde su origen el coche tuvo la finalidad de separarnos. Por un lado, están quienes viajan dentro de mi coche y, por el otro, el resto. En la época que fue inventado, nos recuerda André Gorz, procuraba a unos cuantos burgueses muy ricos el inédito privilegio de circular mucho más aprisa que los demás. Antes, la calesa del señor o la carreta del campesino circulaban, más o menos, a la misma velocidad. El nuevo vehículo de autotracción generó un mito de excepcionalidad que todavía sobrevive a pesar de que su uso se haya generalizado.
En esta especie de delirio colectivo en el que vivimos con nuestros automóviles, las bicicletas se plantan para desenmascararlo. Es un artefacto permeable. Codos, rodillas, vértebras y cabeza sobresalen. La carne cubre los tubos de metal y no a la inversa. Por eso el ciclista no puede conducir como el resto de vehículos. Está abierto. Nos conecta. Sale para medirse con el entorno. Como un escalador o un alpinista tratará de alcanzar su meta y, en esta peripecia, asume una variable a la que no puede enfrentarse: el coche. Establece con él una relación desequilibrada.
Compartir el espacio de circulación con la bicicleta reclama de todos los conductores sacar de la guantera otra forma de relación: pasar de la separación y la desconfianza al cuidado; construir un lazo de protección que se extiende de dentro hacia fuera, hacia individuos que no conocemos pero que se esfuerzan por conseguir su propósito poniendo en ello toda la fuerza de su cuerpo. No me gusta especialmente el ciclismo. Me duermo si mi pareja pone una etapa en la tele, pero aprecio que haya quien lo disfrute y me frene, haciéndome cuestionar la falsa sensación de independencia que tiñe nuestras relaciones.
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