Español
La conversación de esos cuatro críos habría escandalizado a ‘hunos’ y a ‘hotros’, a progres y fachas


Eran cuatro, tres niñas y un niño, y debían tener entre ocho y diez años. Estaban cada uno en un columpio de la estructura circular del parque, y mis hijos compartían otro. Pero hablaban como si no estuviéramos allí, porque total, ¿a quién le importan una madre y dos preescolares? Todo empezó porque dos de las niñas no sabían ubicar el colegio del chaval y él las acusó de estar recién llegadas a España, a lo que reaccionaron poniéndose chulitas. Una de ellas se levantó del columpio, la otra se atusó el pelo, recogido en una larguísima trenza coronada por un lazo casi más grande que ella.
Se empezaron a reír, burlonas, y creo que una dijo algo como “sí, ja”, que no entendí bien porque hablaban como los tertulianos, unos por encima de otros y sin echar mucha cuenta de lo que decía el contrario. La otra aseguró que no, que no acababan de llegar a España, y el crío les preguntó que de dónde eran. Respondieron, orgullosas y al unísono, que de Venezuela, y pasaron a interrogar a la tercera niña, que era muy negra y muy alegre y no se despegaba del móvil ni para columpiarse. Resultó ser de República Dominicana. Le tocó, por fin, el turno al niño. Y cuando dijo que era español, las tres pequeñas parcas estallaron en risas. Él, en lugar de ofenderse, también se rio, como si aquello hubiera sido una broma.
Pero en seguida se puso serio y reiteró que era español, que aquello era verdad. Me fijé en que las niñas venezolanas iban todas ellas de rosa mientras una negaba con la cabeza y se volvía a poner chulita. “Mentira, sé de donde eres y empieza por la p”, le soltó, y yo no sabía ya si llamar a la Fiscalía para denunciar por delito de odio o reírme. El que se rio sin dudarlo fue el chaval, y les preguntó que cómo lo habían adivinado, para después matizar que su madre era peruana y su padre mexicano, pero que él era español.
Lo repetía con tanto ahínco que me dieron ganas de decirle que claro que era español, incluso más español que algunos de los que nadie se ríe cuando dicen que son españoles. Más español que esas élites de izquierdas que odian al pueblo por devoto y gritón, por bárbaro y poco ilustrado. Y, desde luego, más español que esas élites de derechas de sombra en Las Ventas y pulserita que venderían España al primer fondo de inversión extranjero que pasara por allí.
El caso es que no le dije nada. Seguí empujando el columpio de mis hijos mientras escuchaba atónita cómo empezaban a rajar de los moros (sic) y de los brasileños hasta que levantaron la sesión y se fueron con su inocencia a otra parte. Entre empujón y empujón, pensé en Slavoj Žižek cuando expone que, alumbradas por el humor, todas las ideologías sacan a pasear sus sinsentidos, sus falacias y simplificaciones. La conversación de esos cuatro críos habría escandalizado a hunos y a hotros, a progres y fachas. A quienes quieren reducir la patria al DNI y los hospitales y a quienes reivindican que es una cosa de sangre y no de espíritu, que se transmite en el ADN en lugar de ser “una acumulación de valores con los que se enlaza a los hijos de un territorio en el suelo que habitan”.
También pensé en Eva Serrano, editora de Círculo de Tiza a quien tengo la suerte de poder llamar amiga. Un día me dijo que estaba por publicar la gran novela sobre la segunda generación de inmigrantes en España, y tiene razón. Ojalá la escriba alguno de esos niños. O que, al menos, tenga la pureza de sus miradas.
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