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Tribuna
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La ruta del nuevo Oriente Próximo no pasa por Teherán

Netanyahu nunca ha ocultado su idea de redibujar la región para convertir Israel en el centro de la encrucijada comercial entre Asia, Europa y África

Ilustración de Raquel Marín para la tribuna 'La ruta del nuevo Oriente Próximo no pasa por Teherán', de Ignacio Gutiérrez de Terán, 17 de junio de 2025.

La imagen nos retrae al 22 de septiembre de 2023 en la sede de las Naciones Unidas en Nueva York. El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, enseña ante la Asamblea General un mapa del nuevo Oriente Próximo. Destaca una especie de ruta comercial extendida desde la India a Europa con Israel como eje central. El orador, exultante, recuerda que a principios de ese mismo mes, en la cumbre del G20 en Nueva Delhi, el presidente estadounidense Joe Biden había anunciado junto a otros líderes occidentales, árabes y, por supuesto, el indio, la creación de aquel corredor “visionario” que uniría la península arábiga con Israel al oeste y la India al este a través de una línea ferroviaria y otra marítima. Todo ello con el objetivo de establecer una línea de abastecimiento directa, de hidrocarburos, mercancías de índole diversa y tecnología de último diseño. Israel se convertiría en la “encrucijada entre África, Asia y Europa”. El optimismo de Netanyahu estaba más que justificado: cuatro países árabes, Bahréin, Marruecos, Emiratos Árabes Unidos y Sudán, se habían adherido a los Acuerdos de Abraham para establecer relaciones diplomáticas con Tel Aviv. Se unían así a Egipto y Jordania, que seguían cooperando con aquella en materia de seguridad y contención de las corrientes árabes antisionistas. A la par, la prensa israelí hablaba de un pacto inminente con más estados del Golfo y, en primer lugar, una entente con Arabia Saudí. Semanas después, como es bien sabido, tuvieron lugar los ataques de Hamás del 7 de octubre y ya nada volvió a ser lo mismo en Oriente Próximo.

En aquellos momentos de euforia israelí y estadounidense por esta nueva vía comercial que dejaba en un segundo plano a potencias regionales —Egipto y su Canal de Suez por ejemplo— e internacionales, verbigracia, China y su nueva ruta de la seda, Irán constituía el gran obstáculo; sin embargo, a tenor de los discursos de los representantes de Tel Aviv, no se trataba de un escollo insuperable. La percepción compartida por los gobiernos árabes de la zona, casi todos ellos aliados de Washington, de que la verdadera amenaza estaba en Teherán y no en la Palestina ocupada, había alentado una amistad entre árabes e israelíes que “jamás había visto en mi vida”, según Netanyahu. Irán, a pesar de su capacidad de irradiación regional a través de sus efectivos militares y aliados —el régimen de Bashar el Asad en Siria; Hezbolá en Líbano; las milicias chiíes en Irak y los hutíes en Yemen— podía ser contenida siempre y cuando “se hiciera algo” con su programa nuclear. La sorpresiva acción militar de Hamás congeló este ambicioso plan económico y dio lugar a una nueva fase de expansión territorial por parte del proyecto sionista en Palestina, pero sus pilares parecían bien asentados: iniciada la ofensiva militar en Gaza y los bombardeos inmisericordes contra la población civil, los puertos occidentales de la India abrieron una línea marítima de abastecimiento hacia Israel y los aliados árabes —con Emiratos y Jordania a la cabeza— establecieron un puente terrestre para llevar frutas y verduras a territorio israelí, la llamada “ruta de la bandura (tomate)”, negada una y otra vez por el gobierno de Amán a pesar de los numerosos vídeos subidos a las redes sociales por usuarios jordanos, y las movilizaciones de protesta en los puntos fronterizos. La cooperación con gobiernos como el marroquí se ha incrementado en los últimos dos años —Rabat ha permitido que la armada israelí reposte en sus puertos, al contrario que otros Estados del Mediterráneo— y petromonarquías como Bahréin han multiplicado sus gestos de apoyo a Israel.

Este espíritu colaborativo ha vuelto a ponerse de manifiesto con motivo de la ofensiva israelí contra Irán, desde el 13 de junio pasado. El rey de Jordania, Abdalá II, ha recibido los parabienes del régimen de Tel Aviv por la eficacia de sus fuerzas aéreas a la hora de derribar los misiles balísticos y de crucero lanzados por Irán en los últimos días, y Teherán tiene la sospecha de que algunos vecinos árabes están haciendo algo más que mirar hacia otro lado cuando los cazas israelíes atraviesan su espacio aéreo o los estadounidenses, franceses y británicos utilizan sus bases en la región para aportar a los israelíes datos sensibles sobre las instalaciones militares iraníes. En medio del impasse en Gaza, Netanyahu ha visto la ocasión propicia para neutralizar la amenaza iraní a su sueño de un nuevo gran Oriente.

La metodología y los objetivos de la primera oleada de ataques tenían un mensaje claro: la permanencia del régimen iraní a cambio de su plan nuclear. La respuesta de Teherán, mantenida a lo largo de estos días, ha enfriado la euforia inicial en Israel, cuya población comienza a sospecharse un conflicto prolongado en el tiempo como el que se ha enquistado ya en Gaza, el de Líbano en su momento, o el de baja intensidad con Yemen. Netanyahu suele ufanarse de que Israel ha combatido durante estos dos años en siete frentes distintos y ha salido victorioso en todos ellos. Olvida no obstante que en algunos casos, como el libanés con Hezbolá, la inhibición del Partido de Dios se debe más a factores internos o el cambio de gobierno en Siria que a la propia ofensiva militar entre septiembre y noviembre pasados; o que la situación en Damasco tras la caída de los Asad en diciembre pasado y la emergencia de un gobierno manifiestamente hostil a Irán es sumamente frágil e impredecible. De hecho, los intereses israelíes han salido más reforzados gracias a las gestiones posbélicas de su padrino estadounidense que por victorias contundentes en el ámbito militar. La resiliencia iraní, que está recibiendo, según informes de inteligencia occidentales, apoyo militar chino para reforzar sus sistemas defensivos y cuenta con un llamativo (por su contundencia) respaldo de Pakistán, despierta nuevos interrogantes sobre la estrategia belicista de Netanyahu y sus prisas por retomar los planes de florecimiento comercial, económico y empresarial para Oriente Próximo.

Aun habiendo perdido el dominio de buena parte de su espacio aéreo ante la aviación israelí —cosa que, por otro lado, se daba por supuesta habida cuenta de la abrumadora superioridad tecnológica israelí y el apoyo de la inteligencia occidental— los ataques iraníes se suceden sobre Haifa, Jerusalén y Tel Aviv. Que las cosas no terminan de ir bien para el ejército israelí, por mucho que sus ataques contra las instalaciones nucleares iraníes hayan afectado notablemente su capacidad de generación atómica, puede verse en las últimas declaraciones de Trump en pro de un armisticio entre ambas partes. Ya lo consiguió, sostiene, en el reciente episodio bélico entre la India y Pakistán. Allí, como aquí, Trump pareció justificar a los atacantes, en este caso los indios. Luego, cuando las cosas no parecían ir del todo bien para su aliado en Nueva Delhi, abogó por un entendimiento. Lo mismo podría ocurrir en este conflicto irano-israelí, en el que Teherán intenta hallar un equilibrio entre sus acusaciones a Washington de connivencia con la “entidad sionista” y un error de cálculo en sus amenazas que conlleve la intervención directa de los estadounidenses.

En una región donde la determinación y la contundencia bélicas ejercen un poder magnético sobre los dirigentes locales, la falta de efectividad en las aventuras militares se considera un signo determinante de debilidad. La República Islámica, lo mismo que la Gaza actual, constituye un obstáculo para el gran proyecto soñado de una región floreciente y próspera comandada por Tel Aviv, pero más de uno se pregunta si Netanyahu, con sus continuas huidas hacia adelante, no será también uno.

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