El final del ‘bromance’
La base conservadora estadounidense no se moviliza por los satélites Starlink, sino por la Biblia y el miedo a la disolución nacional


Lo dijo Steve Bannon: no puede haber dos Rey Sol brillando en la misma constelación mediática, uno debe eclipsar al otro. Por eso la ruptura entre Trump y Musk no es un simple desencuentro entre dos egos desbordados sino una metáfora de la lucha por el liderazgo del nuevo orden reaccionario mundial. Hasta ahora habían representado una extraña simbiosis. El primero como tribuno del resentimiento blanco, el enemigo declarado del “progresismo institucional”; el segundo como icono del capitalismo disruptivo, transformando su figura de empresario visionario en referente mediático de la tecnopolítica libertaria, ajena a toda regulación.
Pero la alianza de los dos profetas del antiwokismo no era tanto ideológica como una coalición táctica de rechazos: el feminismo, los estudios críticos, los derechos LGTBQ+, el ambientalismo, las universidades… Fueron aliados por conveniencia. Musk necesitaba acceso, contratos y desregulación; Trump legitimidad tech, seducción libertaria y el puente hacia los millennials digitales. La política los unió y el dinero los separó. Bastó que sus intereses comenzaran a divergir (impuestos, comercio internacional o simplemente la vanidad masculina) para que devinieran en una guerra abierta que revela las fracturas internas de la derecha global.
Cristianos tradicionalistas, populistas identitarios y tecnolibertarios comparten enemigos, mas no principios: son sistemas de valores contradictorios. Los primeros rechazan la ingeniería genética que fascina a Musk; los segundos desconfían del mercado sin nación, y los terceros desprecian la intervención estatal que Trump, en el fondo, reclama. Pero al definir quién manda, cómo se impone el relato y quién controla de verdad las plataformas, el bloque se resquebraja. Cuando la necesidad táctica dejó de servirles, emergió la verdadera tensión: ambos buscan ocupar el centro del relato reaccionario, pero no hay lugar para dos dioses en el panteón. Musk intentó ofrecer una versión 2.0 del trumpismo (digital, desenfadada, con estética de cohete y retórica libertaria), pero ignoró que el corazón de esa revolución cultural es más litúrgico que tecnológico. La base conservadora estadounidense no se moviliza por los satélites Starlink ni por los modelos de IA, sino por la Biblia, la frontera y el miedo a la disolución nacional. En esa comunidad imaginada, Musk es un apátrida del siglo XXI, sin bandera ni más credo que su enriquecimiento.
El conflicto, pues, no es solo personal sino estructural, y un anticipo de la guerra que viene entre el poder de las plataformas y el Estado. Pero el péndulo que oscila del nacionalismo autoritario (proteccionista, antiliberal y reaccionario) y el libertarismo distópico (tecnocrático, apátrida y desregulador) no ofrece salida alguna: encierra a las sociedades en una trampa ideológica que alterna el miedo con la desposesión. La pregunta clave es si existe en el otro lado un espacio político que no dependa del muro o el algoritmo, sino de una reconstrucción democrática basada en la justicia social, el internacionalismo y el control ciudadano del poder. Europa, en ese cruce, no es solo un territorio geográfico sino una posibilidad política, pero no lo vemos porque el ascenso de la extrema derecha no ocurre aquí de forma abrupta sino del modo en que mueren las democracias: como una marea lenta y persistente que puede llegar a gobernar en Londres, en París, quizá en Madrid. O lo más aterrador de todo: en nuestro amado y temido Berlín.
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