Unicornios y rinocerontes
La esperanza se ha convertido en algo de lo que hablamos en pasado, como un primer amor cuyo rostro apenas recordamos


Hay una cualidad particular en la luz matutina que se filtra a través de las ventanas sucias que me recuerda a la esperanza: difusa, incierta pero presente. He estado pensando en esto últimamente, en cómo la esperanza se ha convertido en algo de lo que hablamos en pasado, como un primer amor cuyo rostro apenas recordamos.
Solíamos encontrar esperanza en los gestos más pequeños. En la forma en que alguien desconocido nos abría la puerta un segundo más de lo necesario cuando nos veía cargada con las bolsas de la compra. En el sonido de las risas que resuenan en los parques infantiles. La encontrábamos en el ritual del café del domingo por la mañana, en la promesa de que el lunes, de alguna manera, sería diferente, mejor.
Pero la esperanza requiere de cierta ingenuidad. Nos hemos convertido en conocedores de la decepción, expertos en gestionar las expectativas a la baja. Las noticias nos llegan al bolsillo cada pocos segundos, cada notificación es un pequeño recorte de papel que socava nuestro optimismo. Nos desplazamos por los desastres como si fueran platos de un menú que nunca pedimos, pero que, de alguna manera, debemos consumir para no ofender a nuestros anfitriones
Ahora observo a la gente en el metro: sus rostros iluminados por pantallas, sus expresiones cuidadosamente neutrales, como si hubieran aprendido a protegerse de sentir demasiado. Hay un tipo particular de agotamiento en sus ojos, no el cansancio que el sueño puede curar, sino el cansancio más profundo de quienes han dejado de creer en la posibilidad de que el mañana los sorprenda.
El mundo nos está dando muchas razones para refugiarnos en este entumecimiento protector. Las guerras parpadean en nuestras pantallas como películas antiguas, solo que los cuerpos son reales y la sangre no se borra con los créditos. La democracia se siente como una palabra que poco a poco olvidamos cómo pronunciar correctamente. El planeta arde mientras debatimos si las llamas queman y consumimos el agua como si no supiéramos qué es la sed. Los jóvenes hablan del futuro como antes hablábamos de los cuentos de hadas: como algo hermoso pero fundamentalmente falso.
Hay algo particularmente cruel en vivir lo que los historiadores llaman “tiempos interesantes”. Nos hemos convertido en testigos involuntarios del colapso a cámara lenta de sistemas que nos dijeron que serían permanentes. Los contratos sociales en los que creían nuestros padres se han destrozado completamente y los sostenemos en las manos como confeti pisoteado. La confianza se ha convertido en una moneda tan devaluada que hemos dejado de llevarla en nuestras carteras.
La arquitectura de nuestras ciudades refleja este cambio. Edificios diseñados para mantenernos separados, comunidades planificadas bajo la premisa de que preferimos el aislamiento. Incluso nuestras tecnologías, diseñadas para conectarnos, de alguna manera nos han dejado más solos. Hemos creado un mundo donde la esperanza se siente casi irresponsable, un lujo que no podemos permitirnos en tiempos difíciles.
Sin embargo, a veces, en el lapso entre una respiración y la siguiente, vislumbro lo que hemos perdido. En la forma en que una anciana riega el jardín de su balcón, cada flor como un pequeño acto de fe. En la persistencia de los músicos callejeros que tocan con bravura aunque nadie los escuche. En la bibliotecaria que aún cree que el libro correcto llegará al lector correcto en el momento preciso. En los adultos que ven rinocerontes en las nubes, pero asienten cuando los niños dicen que ven unicornios. En los hombres y mujeres capaces de trascender sus lugares de origen, sus creencias, su historia y tender la mano cuando ven el horror sea donde sea. En los que saben que todo les incumbe. Porque todo nos incumbe.
La esperanza, al parecer, no ha desaparecido del todo. Simplemente ha aprendido a esconderse, a hacerse más pequeña, más portátil. Ahora vive en los espacios que hemos olvidado vigilar: en cartas escritas a mano, en la decisión de plantar árboles que nunca veremos florecer, en la obstinada insistencia de algunos en seguir diciendo “buenos días” y decirlo en serio.
Quizás así es como se ve la esperanza en una época de expectativas reducidas: no el optimismo grandioso y arrollador de generaciones anteriores, sino algo más tranquilo, más resiliente. Una esperanza que no requiere promesas ni garantías, que puede sobrevivir con sobras y aun así nutrirnos.
La luz de la mañana cambia, y por un instante, la ventana sucia no parece negligencia, sino una elección: la decisión de ver el mundo a través de algo que suaviza los bordes, que hace que todo parezca un poco desenfocado, un poco más indulgente.
Quizás eso sea suficiente. Quizás así es como sobrevive la esperanza: no como un sentimiento que poseemos, sino como una forma de ver que elegimos, una y otra vez, a pesar de todo lo que sabemos.
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