Romance de la superioridad moral
Quién iba a sospechar que la abundancia acabaría convirtiéndonos en sociedades adictas a lo ‘premium’


De pie, en un habitáculo de la línea cinco (verde que te quiero verde), respondo a una llamada telefónica. Lo hago únicamente porque es un asunto laboral. Me disculpo. Quizá no se me escuche muy bien: estoy en el metro. Mi interlocutora me dice en un tono extrañamente compasivo que no me preocupe, que ella también lo usa y que además decirlo tiene algo muy honrado, “como de orgullo de clase” (sic). Se me drapea el ceño. Por supuesto que conozco la connotación negativa de los transportes colectivos frente al coche en una ciudad en la que generar dióxido de carbono es un indicador de estatus, y donde el estatus no se mide por la capacidad para acceder al confort, sino por el sadismo para impedir que otros lo disfruten. No me pilla por sorpresa el histórico desprecio matritense por la forma más limpia —incluso a veces más rápida— de moverse por la metrópoli, pero nunca antes me habían hablado de un acto cotidiano urbanita como una forma de activismo político. ¿Me acaban de llamar heroína o zarrapastrosa? Salgo a la ardiente superficie, vislumbro el arbolado urbano (verde viento, verdes ramas) y la luz del día ilumina una idea: ahora entiendo por qué la primera socialdemocracia inventó el concepto de clase media. Porque esa etiqueta neutralizaba las intenciones de los que quisieran asociar los servicios públicos a la pobreza y lo colectivo, a lo problemático. Y porque en la utópica medianía nadie es rico pero nadie es pobre. ¡Por la gloria de Olof Palme! Quién iba a sospechar que la abundancia acabaría convirtiéndonos en sociedades adictas a lo premium y que los defensores de la igualdad serían acusados de superioridad moral. En las estaciones de trenes de alta velocidad los meódromos han sido marcados con una vitola de lujo y por cada apretón cobran un euro, en los aviones, que nos separen con una cortina del resto cuesta parné y ya ni en las gasolineras es posible conseguir agua sin pagar. Eso sí, el aire acondicionado en el Metro de Madrid aún es gratis. Y yo sigo en mi baranda, verde carne, pelo verde.
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