Entender al hombre amenazado
Hay una evidente frustración y rabia masculina ante las demandas de igualdad de las mujeres y su menor docilidad


No es un espejismo. Existe un sentimiento de vulnerabilidad creciente entre los hombres. Sólo así puede entenderse que perciban al feminismo como una amenaza. En un reciente estudio de Ipsos, más de la mitad de los hombres dijeron sentirse discriminados. Uno de cada cuatro jóvenes menores de 30 años considera que el hombre que asume la función de quedarse en casa a cuidar a sus hijos, es “menos hombre” Según parece, uno de los atractivos de la derecha política para ellos, es su hostilidad al feminismo, la idea de que será posible volver a un pasado donde su función social dominante como hombres vuelva a ser el modus operandi.
Esta sensación de ahora tiene antecedentes que vale la pena analizar. Las señales de la crisis identitaria de la masculinidad tradicional son abundantes desde los noventa. En 1991, Susan Faludi, la misma que publicó Reacción: la guerra no declarada contra la mujer moderna, que echó por tierra con cifras la idea del rechazo de las mujeres al feminismo, escribió después Petrificados, la traición al hombre estadounidense (1999). Ese libro examina la idea del poder masculino. Muy pocos hombres, afirma, tienen realmente poder. La globalización y los cambios que ha traído consigo han significado el desplazamiento de las industrias a países con fuerza laboral barata, la inestabilidad en los empleos, la corrupción y pérdida de poder de los sindicatos, el subempleo, las contrataciones temporales. La transformación de la esfera laboral ha hecho que poco quede del mundo en que los hombres se erigían en las empresas como figuras inamovibles, íconos profesionales respetados. En la vida moderna el hombre medio tiene mayores dificultades para encontrar empleos que le brinden posiciones de respeto social. Se ha desdibujado su rol de proveedor y su autoridad doméstica. Los pilares sobre los que por siglos se sustentó la identidad masculina se han tambaleado. A eso se suma el que sus mujeres, dentro de la familia, esperen la lógica cooperación de sus maridos en lo doméstico, un terreno siempre considerado secundario, la trastienda de la vida donde lo que se valoraba era la abnegación y la entrega femenina. Este conjunto de factores externos ha afectado sin duda el rol masculino tradicional. Por algo la inmigración y el feminismo se han convertido —desafortunadamente— en chivos expiatorios del desajuste de lo que solía ser la normalidad.
A pesar de todas las campañas que se hacen contra la violencia doméstica, hubo en España 58 feminicidios en 2023 y 47 en 2024, sólo una ligera disminución, con la agravante de que aumentó el número de menores asesinados junto a sus madres.
Se hace evidente que hay una mayor frustración y rabia masculina ante las demandas de igualdad de las mujeres y su menor docilidad. Esto se combina quizás con un grado de preocupación por la competencia que significan los avances de las mujeres en la esfera pública, pero me atrevo a afirmar que el factor más sensible, el que ha inclinado el fiel de la balanza contra el feminismo, es el que se refiere a las nuevas normas vinculadas a la intimidad y la sexualidad.
Para la noción secular de la masculinidad que ha sido transmitida a los hombres, por ósmosis, desde una tradición milenaria, el cambio de paradigma hombre conquistador dominante y mujer dócilmente enamorada ha significado un terremoto cultural e identitario que atraviesa varias generaciones. Si hay un espacio en que los hombres se sientan incómodos y violentados es éste.
Tiempos hubo, no hace mucho, en que sus agresivos intentos de seducción eran a menudo calladamente soportados. Se dejaban pasar los piropos cargados de indirectas sexuales, los roces o tocamientos insinuantes no deseados, por no decir las encerronas o embestidas súbitas y violentas. Hasta las violaciones se callaban por la vergüenza femenina de exponer su maltratada intimidad.
Pero debido al feminismo, a la llegada del Me Too, las mujeres hemos encontrado la voz que no calla. Ha sido posible generar una atmósfera social que censure estos comportamientos. Los casos de figuras públicas defenestradas, como Errejón, Monedero y Rubiales, son un ejemplo de la crítica pública a estas actitudes.
Los reclamos que hacemos las mujeres, ya sea en nombre del respeto a nuestro propio cuerpo o para que se acepte nuestra negativa a involucrarnos en el juego amoroso cuando no es deseado, es lo que más ha desconcertado y predispuesto a los hombres contra el feminismo.
Se sienten amenazados. Se resisten a aceptar que hay ahora límites al juego de la seducción que era antes tan vinculado a su sentido de masculinidad, e incluso a sus instintos naturales. Por siglos, y en la misma naturaleza, ha correspondido al macho el cortejo de la hembra. Persistir en el intento ha sido natural para ellos. El consentimiento de la mujer es una noción relativamente nueva; una noción, además, no muy clara para ambas partes. Hay un interregno de duda. El solo sí es sí aplicado en un área donde el amor y la pasión no suceden linealmente, es muy válido para condenar el uso de la violencia sexual, pero llena de interrogantes las relaciones naturales hombre-mujer, sobre todo en la juventud, cuando las fuertes y nuevas emociones de atracción, amor e instinto, están llenas de especulaciones, incertidumbre e inseguridad. Deshojar la margarita con el “me quiere, no me quiere” es una metáfora antigua de lo que a menudo sucede. Este natural desconcierto cuando se prefigura al hombre como un posible enemigo ante el cual la mujer debe defenderse y cuando este teme ser malinterpretado contamina el gozo de atraer y de enamorarse.
Creo que en el terreno de la atracción y de lo que es o no lícito, hay lecciones que aprender. Mucho hay que perder para hombres y mujeres —sobre todo los jóvenes— si en estos tiempos rehusamos leer las señales que requieren nuevas maneras de entender. Hay un diálogo necesario que la atmósfera social hostil o defensiva, hasta ahora, impide.
El discurso feminista, justo en sus reclamos, suele condenar un concepto que engloba a la totalidad de los hombres. Acusados en lo general, estos se sienten sin alternativas en lo particular. Muchos hombres han cambiado y tienen actitudes diferentes hacia la mujer, pero eso no se les reconoce a menudo. La crítica a la figura masculina culpabiliza al hombre por una herencia pasada de generación a generación y que sólo empezó a ser cuestionada a mediados del siglo XX. Los cambios son lentos, como suele ser el caso para las costumbres y tradiciones. El discurso feminista actual no abunda en la posibilidad de acercamiento, aprendizaje mutuo y redención. Se enfatiza en lo punitivo para los comportamientos machistas, pero hay pocas iniciativas para generar una dinámica donde se pueda conversar colectivamente sobre las inquietudes y nuevos términos en las relaciones heterosexuales.
Como seres de la misma especie que habitan un mismo planeta, nos debemos y le debemos a las generaciones venideras abocarnos a un proceso de entendimiento. Ni las mujeres somos, ni volveremos a ser las mujeres dependientes con límites fáciles de traspasar, ni todos los hombres son cavernícolas incapaces de respetarnos. Pero pretender que esos cambios de actitudes se den súbitamente es una utopía. Se requiere un proceso de acercamiento que reconozca lo nuevo de cada uno, que sea capaz de reconstruir la imagen del otro.
Como en tantas esferas de la vida, esta readaptación tomará tiempo, tomará empatía, pero tendrá que darse porque ni hombres, ni mujeres vamos a desaparecer, por el momento, de la faz de la tierra. La idea reaccionaria de retroceder en derechos y la de algunos jóvenes de meterse bajo el alero de quienes pretenden revivir credos desfasados no traerá de vuelta los roles tradicionales. Es necesario y sano aceptar la necesidad de crecer como seres humanos y de alcanzar juntos un futuro más armónico y justo.
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