Sudáfrica se marca un blues frente a Trump
El ataque al presidente Ramaphosa es la venganza contra un país que mantiene respecto a Gaza una actitud incómoda para Occidente


En la Casa Blanca, frente a las cámaras, asistimos a una humillación cuidadosamente diseñada. El presidente sudafricano, Cyril Ramaphosa, fue sometido a un juicio indecente, con videos manipulados y recortes de tabloides como “pruebas” mientras Trump le escupía, a él y al mundo, su narrativa supremacista: el supuesto “genocidio blanco” en Sudáfrica. El verdadero mensaje no fue el contenido de la acusación sino el gesto. Cuando un jefe de Estado del Sur Global —incluso uno tan relevante como Ramaphosa— puede ser tratado sin respeto sin que eso provoque una condena diplomática contundente, se evidencia algo más profundo. Lo que en otros casos nos generaría escándalo, como ocurrió (aunque a medias) con Volodímir Zelenski, apenas ha causado ruido: la doble vara queda expuesta. Pero al no caer en la provocación, al mantenerse firme y responder con dignidad, Sudáfrica no solo se defiende: se consolida como un referente moral.
Lo ocurrido no fue solo un exabrupto presidencial; fue un acto de hostilidad simbólica y racista en horario de máxima visibilidad, dirigido no contra un individuo, sino contra un país que ha osado sostener una narrativa incómoda para el poder occidental: la denuncia formal, ante el Tribunal Internacional de Justicia, del posible genocidio en Gaza. Mientras otros, como la UE, eluden el tema o lo diluyen con eufemismos como “neutralidad”, “proporcionalidad” y “legítima defensa”, Sudáfrica invoca el lenguaje del derecho con claridad y sin miedo. Su gesto reconfigura su posición en el tablero global y eso es lo que está en juego; el ataque de Trump no se explica solo por sus obsesiones supremacistas, sino porque Sudáfrica ha puesto en evidencia la incoherencia moral de quienes defendemos el multilateralismo solo cuando nos conviene.
Su decisión de acudir a La Haya no es una maniobra táctica sino un acto de coherencia, una apuesta por el derecho cuando muchos lo consideran ya un adorno retórico. Sudáfrica encarna un nuevo tipo de liderazgo, más necesario que nunca en un orden internacional atravesado por cinismos y dobles estándares, uno que no se impone con poder militar ni propaganda sino con dignidad jurídica y memoria histórica. Precisamente por haber atravesado el infierno del apartheid y haberlo desmantelado desde la resistencia, la memoria y la ley, Sudáfrica habla con una autoridad distinta: no moraliza desde la falsa superioridad civilizatoria, sino desde la experiencia vivida de lo que significa que el derecho internacional mire hacia otro lado.
Desde el Sur Global, Sudáfrica señala otro modo de estar en el mundo: firme, incómodo, pero profundamente ético. Sudáfrica dice no a la neutralidad impostada y defiende su diferencia, su historia, su derecho a mirar de frente a las potencias y a decir: también nosotros definimos lo que es justicia. Su liderazgo se parece más a una honda música antigua que a un frívolo espectáculo moderno: incómoda, resistente e imposible de ignorar. Porque lo que está en juego no es su lugar en el tablero diplomático sino el tipo de mundo que estamos configurando. En un sistema donde aplicamos la ley a conveniencia, su firmeza molesta porque recuerda lo que otros preferimos olvidar: que los principios universales no lo son si no se aplican a todos. En tiempos de ruido y espectáculo, cuando la Casa Blanca se transforma en un vergonzante escenario de propaganda supremacista, el gesto sudafricano resuena como el viejo blues del delta del Misisipi: una música de resistencia que no pide permiso.
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