España en el corazón
Observándola desde un EE UU cada vez más intolerante, Europa es un lugar donde se puede salir a la calle a defender los derechos


Suelo ser refractaria a lo abstracto y mi mente, en cambio, se abre generosamente cuando lo emocional interviene. Nunca se me dieron mejor las matemáticas que cuando el profesor me mostró simpatía, nunca leí o escribí con más pasión que cuando la profesora apreciaba mi esfuerzo. Necesito relacionar la teoría con la vida, encontrar una razón sentimental, si se quiere, y si no lo logro, me desvinculo. Los dos últimos años que viví en Nueva York, ciudad que tantas emociones me provocó, comencé a sentir cómo el espíritu de la ciudad se ennegrecía. Sus calles eran seguras en comparación con décadas pasadas, pero el precio para vivir en ellas era demasiado alto. En el skyline asomaron rascacielos que solo destacaban en altura, no en belleza. Como bien dijo Fran Lebowitz, si hubo un tiempo en que las ciudades europeas quisieron emular el perfil neoyorquino ahora era Nueva York quien soñaba con convertirse en Dubai.
Todo ese cambio progresivo aparecía en la prensa, que daba cuenta de los viejos restaurantes o comercios que tenían que echar el cierre, y a veces incluso describían a ese gentío que al amanecer o de anochecida emprendía el camino hacia un hogar lejano y precario, dormitando o comiendo cualquier cosa en el metro, con el rostro derrotado. Seguía habiendo una superficie brillante de las cosas, claro, que te encendía a menudo el corazón, pero era necesaria siempre una ayuda de la tarjeta bancaria.
Fue el año en que X me dijo que se volvía a España porque había enfermado y allí no podía abordar el coste de su tratamiento; el año en que P comprendió que ya tenía una edad como para aplazar los análisis hasta agosto, como había hecho desde que emigrara a la ciudad salvaje; el invierno maldito de 2016 en que R me confesó que le daba miedo romperse la cadera en las escaleras del metro y no poder salir a ganarse el pan; la primavera en que J venía a casa con miedo porque en la primera era Trump empezaron a sentir el aliento de la policía aquellos que no tenían papeles en regla; aquel noviembre en que el doctor Gasca, psiquiatra, me dijo que los médicos habían acuñado un término, post election stress disorder (síndrome de estrés poselectoral), para definir el miedo de los que acudían a la consulta preguntando si perderían el seguro o si los deportarían.
Eran historias de seres anónimos que yo iba recopilando y tejiendo como si definieran la sociedad que tenía ante mis ojos. Aun así, ahí estaba Columbia, a dos pasos de nuestro apartamento, salvaguardando las libertades de todos aquellos estudiantes extranjeros que, sí, estaban allí por sus méritos. Ahora ya ni eso. Setenta manifestantes han sido detenidos este 8 de mayo, mal asunto para aquellos que no tengan nacionalidad americana.
Aquel 2016 premonizaba este trumpismo o así lo presentí yo. El desamparo de tanta gente que nos rodeaba era la prueba de que la ciudad que se presentaba a sí misma como la cuna de la reinvención, vinieras de donde vinieras, estaba siendo sepultada por un capitalismo desaforado. Fue entonces cuando supe que no podía seguir allí, que la debilidad de salud o de carácter estaban prohibidas. Nos deshicimos de muchas cosas, la bici, la tele, las mesillas de noche, un cuadro, libros, ollas, la vida diaria en todos esos objetos que fueron recibidos por el portero, la limpiadora, un estudiante, o alguna amiga con emoción y extrañeza porque bien podríamos haberles sacado un dinero. Pero a veces quieres dejar un recuerdo a quien jamás volverás a ver.
Fue aquel año en que supe que quería volver a España, y al decir España estaba incluyéndola en Europa, y al decir Europa pensaba en una idea aproximada de la sociedad en la que quería vivir. Si en mi viejo mundo, pensaba, a otros o a mí nos fallan algunos de los derechos que nos hacen sentir amparados, al menos, siempre cabrá la posibilidad de salir a la calle a decir no, a reclamar justicia. Eso fue Europa para mí aquel año.
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