Blanco y negro
Mientras dentro se celebraba la misa de difuntos, fuera bullía la vida


El viernes 2 de mayo amaneció encapotado y con los coches acribillados por uno de esos chaparrones de barro que no dejan charcos, pero te arruinan la carrocería y la ropa. Maldije mi suerte, imploré clemencia al cielo y debió de escucharme, porque a media tarde abrió la capota y se quedó uno de esos escandalosos días de primavera en los que el sol templa el alma sin abrasar el cuerpo, y el trabajar recupera su primigenia condición de maldición bíblica para los hijos de los pecadores Adán y Eva. No era el caso. Estaba librando. De puente en uno de esos idílicos pueblos mediterráneos cuyas buganvillas sobre paredes encaladas copan los posados en Instagram. Atrincherada en la terraza de una de esas heladerías donde la horchata sabe a chufa; el granizado, a limón recién cogido del árbol, y mi primer blanco y negro de café helado y leche merengada de la temporada, que libaba como si fueran a prohibirlo, a gloria bendita. Nada ni nadie podía amargarme el dulce hasta apurar el último sorbo, creía. Valiente idiota.
De repente, se materializaron ante mis ojos dos coches fúnebres, uno blanco y otro negro, marchando a cinco por hora, ocupando todo el ancho de la calle y rozando los vestidos de volantes que se estilan este año expuestos como alhajas a las puertas de las tiendas. Detrás, un centenar largo de dolientes acompañaba al duelo a pie hasta la parroquia al ritmo de las campanas doblando a muerto de fondo. Los relojes de los móviles se pararon y siguieron inexorablemente su curso al mismo tiempo. Mientras se celebraba la misa de difuntos con las puertas abiertas de par en par porque dentro no se cabía, fuera bullía la vida. Los españoles, alargando el almuerzo a base de cafés y copas; los guiris, apurando la hora feliz atizándose dos pelotazos por uno antes de la cena, felices todos y contentos. Hasta que los dos coches mortuorios, el negro a reventar de flores, el blanco con el cuerpo de una mujer joven que no llegará a vieja a bordo, pusieron morro al cementerio y pudieron seguir la fiesta sin cargo de conciencia. Nada nuevo, de acuerdo. Una muerte tan cruel, injusta y triste como todas, más si son en mayo florido. No conocía a la finada, pero, este verano, cuando estrene el enésimo vestido de lino que no necesitaba, pero me compré ese día, será en su memoria.
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