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TRIBUNA
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Toca hablar de religión

Un Estado verdaderamente neutral, laico o aconfesional, no es el que falsamente se abstiene de valorar las creencias de los ciudadanos, sino el que asegura un debate abierto y plural

Banderas a media asta en el Senado por la muerte del Papa Francisco.
María Eugenia Rodríguez Palop

En un mundo inestable que genera inseguridad, desasosiego y miedo, la figura del Papa Francisco ha sido un referente moral para buena parte de la izquierda. Representaba un cierto contrapunto a la lectura represiva y excluyente que la derecha ha venido haciendo de los enclaves seguros, sobre todo, de la familia y las iglesias. Una batalla cultural que se ha recrudecido en nuestros días y que la izquierda apenas ha logrado disputar.

En este nuevo ciclo histórico, combatir la deriva neoliberal con políticas sociales y defender la democracia frente a las tentaciones autocráticas, no parece suficiente. Aunque resulte frustrante, hay certezas que no se alcanzan solo con justicia social, resultados macroeconómicos y compromisos políticos. La sensación generalizada de inseguridad tiene una dimensión psicosocial que requiere también de una respuesta genuinamente valorativa, espiritual y trascendente, si se quiere, que la izquierda ha obviado con frecuencia.

Dice el filósofo Michael Sandel que la justicia no solo trata de la manera debida de distribuir las cosas, sino también de la manera debida de valorarlas. Y esas valoraciones, que son también morales y religiosas, ni se pueden sortear ni se deben externalizar. No son un negociado de la iglesia, sino que han de considerarse también en la política institucional. Quizá no esté tan claro lo que es de Dios y lo que es del César.

La izquierda ha asumido el principio de la neutralidad estatal respecto de las diferentes creencias religiosas en su versión liberal. Consiste en eludir el debate público sobre ellas y en garantizar la libertad de conciencia y elección individual sin interferencias. Sin embargo, esta construcción resulta totalmente falaz, al menos, por dos motivos.

En primer lugar, porque siempre cabe preguntarse cuáles son las cosas frente a las que el Estado tiene que ser neutral o cómo se lleva a cabo semejante tarea de no interferencia. ¿Debemos garantizar la presencia de símbolos religiosos en escuelas y hospitales públicos? ¿Hay que enseñar religión en primaria? ¿Los Ayuntamientos tienen que apoyar a las cofradías en los lugares en los que son representativas? ¿Estamos a favor de una ley que prohíba el niqab en las calles? ¿El ejercicio de la libertad religiosa exige garantizar el proselitismo? Nada de esto puede responderse con un sí o con un no a todo. Cualquiera que sea la respuesta que demos a estas preguntas, exigirá tomar posición sobre los temas que se consideran moralmente relevantes y la forma en la que se quieren tratar. De manera que la neutralidad estatal como abstención no garantiza la ausencia de criterio, sino que acaba sustituyendo, subrepticiamente, la deliberación pública sobre cuestiones morales por la decisión privada de las élites en el poder.

Un Estado verdaderamente neutral, laico o aconfesional, no es el que falsamente se abstiene de valorar las creencias de los ciudadanos, sino el que asegura un debate abierto y plural sobre todas las conductas y las prácticas que consideramos valiosas. Los principios de justicia que nos gobiernan deberían ser permeables a las convicciones morales y religiosas divergentes que existen en nuestra sociedad. Católicos, musulmanes, evangélicos, budistas, protestantes… todos los credos con los que convivimos han de tener su lugar en la definición material de la justicia y los derechos.

En segundo lugar, esa construcción es falaz porque parte de una antropología individualista que tiene un claro componente ideológico. No somos mónadas. Todos somos el fruto de un determinado aprendizaje moral y nadie decide sobre sus creencias religiosas en la estrecha soledad de su conciencia. Aunque la comunidad no determina nuestras posiciones, su relevancia es indudable y siempre hay interferencias. Hay lealtades y convicciones sin las que no podemos entendernos a nosotros mismos como las personas particulares que somos. El pretendido solipsismo liberal no es más que una ficción.

En fin, para llegar a una sociedad justa, en la que la gente se sienta segura, no basta con garantizar la libertad individual ni la igualdad material. Hace falta fortalecer un espacio político y comunitario en el que sea posible explicitar y dialogar sobre nuestras posiciones morales y religiosas. De modo que la izquierda, lejos de eludir ese diálogo bajo una aparente neutralidad de tintes liberales, debería, más bien, garantizarlo.

Cualquier definición que hagamos de la libertad religiosa pasa por el filtro de una valoración moral y hay que exigir que ese filtro sea democrático, incluyente y plural. No que el Estado se abstenga, sino que intervenga para crear el marco más favorable al pluralismo religioso. Es decir, lejos de asegurar la ausencia de la religión en la política, hay que meterla en la agenda y exponerla a la crítica multilateral de todas nuestras sensibilidades.

El Estado neutral no existe. Toca hablar de religión, especialmente en un mundo inseguro en el que las derechas ya lo hacen.

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