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TRIBUNA
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Refutación de la unidad

La diversidad que refleja el mito de Babel es una bendición frente a las utopías reaccionarias, digitales, nostálgicas o transhumanistas

Ilustración
Santiago Alba Rico

Las armas las carga el diablo; las palabras el cuerpo. La maldición de Babel consistió en que, una vez derribada la Torre y derrotada la poderosa unidad que Yahvé temía, los humanos, porque hablaban desde sus cuerpos, se dispersaron con sus diferencias por el mundo, obligados desde entonces a traducirse los unos a los otros. Esa maldición es nuestra condición: la de criaturas analógicas que se parecen las unas a las otras, se aproximan, se malentienden, resuenan sin fundirse jamás, y cuyas relaciones —políticas, amorosas, literarias— son un permanente ejercicio de traducción. Esa es, digamos, la paradoja: puesto que nuestras palabras, al igual que nuestras pieles, son intraducibles, lo único que podemos hacer con ellas es justamente eso: intentar traducirlas sin cesar. Los besos, digamos, traducen el deseo que los cuerpos separan; la muerte de un niño traduce siempre un mal que se nos escapa y que intentamos traducir, a su vez, a distintas lenguas más o menos comprensibles; las palabras “guerra” o “tiempo”, por su parte, se pueden —claro— definir, pero su definición académica es ya una pobre traducción, la aproximación “oficial” a una comunidad lingüística en cuyos cuerpos concretos el concepto refracta como la luz en un vaso de agua. ¿Y la poesía? Lorca traduce, por ejemplo, el color verde a una lengua nueva que luego habrá que traducir al inglés o al persa. De los grandes poemas se dice con razón que son intraducibles, pero eso se dice tras haberlos traducido o mientras los estamos traduciendo. Al traducir un cuerpo o un poema revelamos su intraducibilidad al tiempo que multiplicamos el número de las traducciones, mediante las cuales estamos siempre aferrando y dejando escapar la realidad de nuestras vidas.

Puede que Babel sea una maldición, pero más lo es la tentativa de rebelarse contra ella. Hay dos utopías gemelas que suelen derivar hacia su contrario: la de la unidad y la de la transparencia. Se intentó desde la izquierda con el esperanto, lengua universal desarrollada por el polaco Zamenhof a finales del siglo XIX, pero que sucumbió en el XX a los cismas y a las persecuciones: hoy, con sus casi 5.000 palabras y su millón de hablantes, constituye una hermosa lengua más a la que se traduce y desde la que se traduce la opacidad del mundo que ella misma transporta. Se intentó también desde el imperialismo con el llamado “inglés básico”, inventado por Charles Kay Ogden en 1930 y compuesto de 800 palabras que debían asegurar el dominio comunicativo de la lengua inglesa sin malentendidos ni resistencias. Esta segunda opción no fracasó del todo: se ha impuesto parcialmente, un siglo después, a través de la economía y la tecnología, que difunden un inglés de calderilla muy funcional para el turismo y para los negocios, pero incapaz de leer o traducir a Shakespeare.

El lingüista alemán Uwe Porksen solía oponer en sus obras “comunicación” y “conversación”: ciertas palabras que él llamaba “plásticas” (“desarrollo”, “modernización”, “sexualidad”), privadas de cuerpo y que homogeneizan la experiencia de los hablantes, frente a otras denominadas “vernáculas”, concretas y limitadas en su jurisdicción y cuyo significado sólo se revela a través de un tono, un contexto y un gesto. Lo que comparte todo el mundo, es decir, no requiere traducción porque todos entienden (o creen entender) lo mismo; y eso está bien para las ciencias duras e incluso para las sociales. Ahora bien, en términos humanos solo vale la pena ocuparse de lo “vernáculo”, esa diferencia que hay que traducir sin descanso de un cuerpo a otro. En nuestro mundo, el de este Babel sin remedio, no existe ni comunicación ni unidad ni transparencia: sólo largas, trabajosas conversaciones entre traductores intraducibles.

Las dictaduras abrigan siempre, sí, un proyecto de comunicación y transparencia. O al revés: la utopía de la comunicación y la transparencia se tuerce fácilmente en un formato dictatorial. La “comunión de las almas” genera aparatos inquisitoriales y guerras de religión; la Unidad de España divisiones fratricidas; la comunicación digital odios seniles sin lóbulo frontal; la unidad de la izquierda minúsculos nichos de devoción mariana; el fervor MAGA, por su parte, un orden orwelliano de persecución y tiranía. La utopía de la transparencia se consuma, en efecto, por dos vías: a través de la imposición o la prohibición de ciertas palabras y a través de la soberanía sobre el significado del lenguaje. O de otra manera: a través de la respuesta institucional a estas dos preguntas: “¿qué está permitido u obligado decir?” y “¿quién nombra las cosas?”. Es esta distopía lingüística lo que da miedo del nuevo EE UU y sus compinches internacionales. En una reciente entrevista, uno de los gurús filosóficos del trumpismo, Curtis Yarvin, elogia el poder desinhibido del presidente Trump. Para ejemplificar su excitante “revolución” monárquica, se refiere a la “estupidez” de rebautizar el golfo de México: “lleva 400 años llamándose así”, dice. E inmediatamente añade entusiasmado: “No hay ninguna razón de peso para cambiarle el nombre, salvo poder decir: ‘Tengo el poder de hacerlo”. Trump, como sabemos, no se detiene ahí. Sus políticas contra los programas de diversidad, igualdad e inclusión (DEI) se han materializado en una orden ejecutiva que prohíbe el uso por parte de la administración de decenas de palabras, entre las cuales se encuentran, por supuesto, “género”, “discriminación”, “trans” o incluso “mujer”, pero también el adverbio “históricamente”, pues siempre es peligroso introducir la Historia, con sus indígenas despojados y sus negros esclavizados, en una Gran Transparencia Común.

Así que, en este contexto adverso, creo que sería bueno defender bien la maldición de Babel contra las utopías, reaccionarias o digitales, nostálgicas o transhumanistas, que nos quieren infligir una Unidad sin arrugas. La disputa se da, pues, entre conversación y comunicación o, si se prefiere, entre unidad y traducción. Políticamente, la larga y trabajosa conversación entre traductores intraducibles que defiendo tiene un nombre minúsculo: se llama democracia. Culturalmente, uno mayúsculo: se llama literatura. La literatura, sí, es siempre “vernácula” y ello por dos motivos: porque conserva el lenguaje mismo erosionado por la “plasticidad” abstracta (qué placer leer en El camino, de Delibes, la palabra “encella”, que la IA no sabe traducir) y porque multiplica las diferencias aplanadas por todos los puritanismos y todas las falsas transparencias. Como quiera que es intraducible, la literatura, como los cuerpos, ¡solo puede ser traducida! Tiene razón Jordi Gracia: es “más poderosa que tiktok e instagram”: es de hecho nuestro más vigoroso sistema de traducción humana. Cualquiera que haya leído a García Márquez, a Scorza, a Cortázar, a Arguedas o a Vargas Llosa lo sabe. Por desgracia, como la democracia, requiere más tiempo, más atención, más trabajo, de los que concede el ocio proletarizado de una conexión a internet.

¿Y la unidad, ay, de la izquierda? Lo contrario de la Unidad es la “unión”, según la fórmula de Gaetano Salvemini, un socialista encarcelado por Mussolini que, tras la II Guerra Mundial, discutía con los comunistas una estrategia común frente al gobierno: “golpear unidos, caminar separados”. Tanto se ha invocado y forzado la Unidad a la izquierda del PSOE, tantos rencores ha generado y tantas tentaciones de suicidio, que es ya demasiado tarde, me temo, para su contrario: la unión circunstancial en un punto del camino. No se debería insistir más en ello. Pero tampoco se debería olvidar esta lección para el futuro: que la ley del mundo, desde Babel, es caminar separados y reunirse para cenar en las posadas (y en los libros). Todo lo demás es quimera, destrucción y tiranía.

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Sobre la firma

Santiago Alba Rico
Santiago Alba Rico es escritor y ensayista. Fue guionista en los años ochenta del mítico programa de televisión 'La bola de cristal' y ha publicado más de 20 libros sobre política, filosofía y literatura, así como tres cuentos para niños, un poemario y una obra de teatro. Sus últimos libros son 'España' y 'De la moral terrestre entre las nubes'.
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