El arte de no ser el más tonto del grupo
Los estudiantes estadounidenses que protestan por Palestina prefieren no hablar con los medios para protegerse de la viralidad y sus consecuencias

Es interesante un detalle del comportamiento de los universitarios que protestan estos días por Palestina en los campus de EE UU: evitan hablar con la prensa. Cuando los medios les preguntan por sus objetivos, declinan hacer declaraciones y remiten a sus portavoces oficiales. Resulta que la generación sin vergüenza a exponer su rostro en redes, cuando debe defender una opinión importante rechaza dar su nombre y usar su voz, y a veces tapa su rostro con mascarillas o pañuelos.
Esto se llama, en su traducción literal del inglés, “disciplina de mensaje”, aunque en nuestra tradición política y corporativa se suele usar “unidad de mensaje” cuando hablamos de transmitir ideas de forma consistente y de concentrar las cuestiones en personas preparadas, para reducir así el riesgo de crisis de comunicación. Algunos analistas de medios, como el fundador de Semafor Ben Smith, echan en cara a los jóvenes que imiten una vieja técnica de sus mayores que ya no funciona; otros, como Zeynep Tufekci, profesora de Princeton y autora de un libro sobre las revoluciones en red, replican que la falta de unidad perjudicó al movimiento Occupy, y que por no designar a sus propios portavoces fueron sus detractores quienes escogieron lo que quisieron en su lugar.
En cualquier caso, la decisión es comprensible por razones obvias: en un país tenso, conservar la identidad en secreto puede evitar problemas legales. “Difuminar imágenes, usar máscaras, cubrir artículos/características notables”, decía un cartel interno recogido por The New York Times en un artículo que destacaba el hecho de que, en un mundo digital, los protestantes preferían el anonimato. Podría argumentarse que la reticencia de las autoridades ante los encapuchados es tan vieja como el motín de Esquilache, pero ahora las redes añaden otros motivos para que los estudiantes se escondan: si su cara o nombre se popularizan se arriesgan a ser identificados, localizados y atacados tanto digital como físicamente, y su futuro puede quedar comprometido para siempre en una red que no olvida.
La decisión de estos jóvenes desmonta una dinámica perversa habitual en el sistema informativo moderno: elegir al más tonto de los rivales en el peor de sus momentos para exagerar su estupidez y desacreditar así a todo su grupo. Al negarse a participar, intentan romper un ciclo que comienza con unas palabras desafortunadas, descontextualizadas o, ciertamente, estúpidas. Ese comentario es recogido por unos medios motivados por su línea editorial, por el tráfico o por ambas cuestiones. La historia se amplifica por los algoritmos de descubrimiento en Google. Los distintos bandos la usan para subir la tensión en redes, y las audiencias embestimos, deseosas de automedicar nuestra propia indignación. Se crea así un simulacro de la actualidad que polariza, entretiene y sustituye el debate profundo. Porque, qué casualidad que, como dijo Eco en Columbia sobre el fascismo, el enemigo sea simultáneamente demasiado fuerte y demasiado débil. Un imbécil incapaz y un adversario temible.
Al decidir no hablar los estudiantes se protegen, en suma, de la viralidad y sus consecuencias. Renuncian a convertirse en un icono. No quieren ser la mujer que ofreció una flor a la policía en las protestas de Vietnam, la Marianne guiando con una bandera blanca a la multitud en mayo del 68, o cualquiera de las réplicas virales y modernas de estos clichés. Prefieren evitar el salvaje acoso que espera hoy a quienes se hacen famosos en internet.
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