Caridad eclesiástica
El desplante de los obispos ante el informe del Defensor sobre la pederastia ofrece una oportunidad histórica a la derecha católica española para mostrar su indignación de creyentes por la resistencia a la contrición de sus autoridades espirituales

La ejemplaridad de la jerarquía católica española ha vuelto a resplandecer en el cielo de la piedad y la misericordia cuando ha visto las orejas al lobo feroz, el de verdad. Tiene toda la razón del mundo al juzgar inverosímil, inaceptable e incluso impía la cifra que ha ofrecido el Defensor del Pueblo sobre las posibles víctimas de los abusos de eclesiásticos sobre aquellos sujetos —niños y niñas, adolescentes y adolescentas— que estuvieron a su cargo para ser sus guías espirituales, las personas con las que se confesaban, aquellos a quienes los padres asignaban con plena confianza un papel de protección y orientación en la vida futura. Son proyecciones tan inasumibles —más de 400.000 posibles víctimas— que a nadie ha de sorprender la reacción del cardenal Juan José Omella, ofendidísimo por la lacra que cae sobre la Iglesia católica lanzada por una institución pública y sin que el despacho de Javier Cremades (& Calvo Sotelo) haya tenido la posibilidad de parar el golpe, no sé, atenuarlo un poco o compensarlo de algún modo, sobre todo a la vista de la fe inquebrantable que seguramente guía al abogado, dada su afiliación conocida al Opus Dei.
Desde luego, no hay derecho a dejar caer sobre esa impresionante colección de hombres vestidos de negro (y mota blanca) semejante turbulencia de sospechas corrosivas y a veces insoportables, sobre todo cuando se escuchan o se leen los testimonios de las víctimas documentadas (esas casi 2.500 que este periódico ha registrado desde 2018). Es verdad que en otros países la jerarquía católica no ha actuado de la misma manera, y el obstruccionismo sistemático ha sido menos unánime. El estudio comparado que ofrecen Íñigo Domínguez y Julio Núñez lo único que hace, bien mirado, es poner la mosca detrás de la oreja: ¿seguro que han actuado debidamente tantas jerarquías del mundo, en Estados Unidos, en Francia, en Alemania, en Bélgica, en Países Bajos, al asumir rotundamente las consecuencias de una negligencia delictiva tan tremenda como esa, tanta culpa acumulada durante décadas y silenciada durante otras tantas décadas? Conviene recordar que ya se equivocaron en otros tiempos todas esas jerarquías católicas de otros países, y dejaron tirando a muy sola a una Iglesia que disfrutó un régimen de privilegio absolutamente desaforado (precisamente: fuera de fuero, sin límite) durante 40 años de franquismo, época desgraciada sin duda de la historia española, en la que, sin embargo, la Iglesia conquistó un nivel de impunidad que a ratos todavía parece añorar ahora, fuera del control de los poderes públicos y amparada por un aura de caridad que quebraron dolorosísimamente muchos de sus agentes espirituales con niños a su cargo (precisamente muchos de ellos durante las décadas de impunidad).
¿Hay alguna buena noticia? La hay: el desplante de la Conferencia Episcopal ante el informe del Defensor del Pueblo ofrece una oportunidad histórica a la derecha católica española para expresar su indignación de creyentes ante la resistencia a la contrición y la enmienda de sus autoridades espirituales: en mucho tiempo no tendrá otra ocasión tan noble, clara y conmovedora para hacerlo. De hecho, seguir en silencio igual solo consigue reanimar el decaído anticlericalismo de otros tiempos.
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