El odio
La cultura política creó el concepto de ciudadanía para dignificar la condición de las personas. Por eso no debe utilizarse para degradar la verdad y cancelar los derechos humanos

Hace unas semanas confesaba en esta columna que me gustaría ser presidente de Gobierno. Después de comprobar cómo se agitan los debates sobre la investidura del próximo presidente y las declaraciones de algunos opositores, me animo hoy a confesar lo que nunca estaría dispuesto a hacer para llegar a presidente. Es bueno negociar y acordar un marco de convivencia, y hacer público un programa de gobierno que ilumine el futuro, pero resulta muy triste, penoso, indecente, oscurecer la realidad con mentiras y utilizar el miedo para alentar el odio contra los seres humanos. No es aceptable, por ejemplo, falsificar los datos para convertir a los migrantes en violadores y terroristas. No dicen eso los documentos sobre el crimen en España.
La llegada de pateras a nuestras costas debe hacernos pensar en la necesidad de una política europea o en la verdad de la pobreza en el mundo, pero no podemos decir o sugerir que se van a llenar de criminales sueltos las paradas de autobús y los colegios. Adán y Eva merecen respeto. La cultura política creó el concepto de ciudadanía para dignificar la condición de las personas. Por eso no debe utilizarse para degradar la verdad y cancelar los derechos humanos. Se pasa de los secretos de Estado a las ruidosas mentiras del odio.
Y no estaría dispuesto a llegar a ser presidente a través del odio, porque una vez ocupado el cargo algunas de mis decisiones podrían desembocar en la barbarie. ¿Se imaginan convertir las residencias de ancianos en campos de exterminio, negándoles a los médicos el cuidado de los enfermos? Pasaría así de las mentiras del odio a las órdenes crueles. Que un político llegue a esos extremos sólo es comparable con el individuo que se ordena sacerdote para servir a Dios y acaba violando a niños y utilizando la sotana para ocultar la violencia sin límites de su desnudo pecaminoso.
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