Luna llena subiendo a toda velocidad
Pensé en las cosas impresionantes que nos ocurren y lo difícil y emocionante que es contarlas, en lo extraño y excitante que es vivir en un mundo que no tiene respuestas para todo ni para todos


Hace unas semanas leí una entrevista al neurocientífico Mariano Sigman en una revista Jot Down que encontré por casa. Me dejó maravillado. Yo no conocía de nada a Sigman, así que busqué su nombre en Google para saber más de él. En ese momento recibí un mensaje del escritor Jacobo Bergareche: estaba en casa de un amigo suyo muy interesante que debería conocer, se llamaba Mariano Sigman, mi nombre había salido en la conversación y me animaban a tomar una copa con ellos.
Últimamente no duermo por horas, sino por canciones. Pongo una canción que me gusta, dejo el aleatorio en Spotify y, cuando despierto, averiguo cuántas canciones he dormido. Hace poco puse El ángel Simón, de Nacho Vegas. Cuando desperté sonaba La Bien Querida. Luego me fui a la librería La Mistral de Madrid a participar en un acto sobre Pío Baroja. Al terminar, la editora Pilar Álvarez y yo nos sentamos en una terraza, se paró con nosotros Christina Rosenvinge y nos fuimos los tres a cenar. De camino, Rosenvinge contó que, la primera vez que fue a un concierto de Nacho Vegas, la canción que más le impresionó fue El ángel Simón. Al día siguiente me escribió La Bien Querida para decirme que se había cruzado conmigo en La Mistral. “Volvía a casa y te vi”, puso; me hizo gracia porque en ese momento sonaba en casa este verso de Fito Páez: “te vi, juntabas margaritas del mantel”, y así se lo dije a ella, por escrito está.
Me levanté el pasado viernes con Ciudad vampira de Nacho Vegas y estuve canturreándola media mañana. Le conté a una amiga lo maravilloso de este verso: “Y ves mujeres lobo cuando hay luna llena / Pero amanece y se mueren de pena”, y después nos fuimos a beber un vino frente a Silgar. Cogí La Voz de Galicia y, en la primera página por la que abrí el diario, vi la firma de Diego Ameixeiras y su artículo, al que saqué una foto. Se titulaba Homes e mulleres lobo cando hai lúa chea, y cuenta, en el primer párrafo, que tiene metida en la cabeza Ciudad vampira, de Nacho Vegas, y cita el verso que había citado yo una hora antes.
En fin. El pasado 22 de marzo publiqué una columna titulada Perdón, me resbalé sobre una escena de la película Érase una vez en América. No había nada de actualidad en ella; se trataba de una reflexión sobre la infancia y la inocencia a partir de la escena de una película estrenada en 1984. Ese mismo día recibí un correo de Juan José Millás. Había escrito una columna el mismo día en que la escribí yo, pero no la iba a publicar. Me la envió a mí para que supiese por qué. Se titula Me resbalé y escribe de la misma escena en la misma película.
Al principio pensé que todas estas casualidades eran la muerte estrechándome la soga a través de azares más cerrados, más inverosímiles, como si la combinación de millones de probabilidades de que pasasen las cosas se hubiese reducido de forma drástica, agotada por el tiempo que me quedaba: la suerte, exhausta, echaba las pocas cartas que ya tenía y, claro, muchas se emparejaban. Pero estos días, viendo subir la luna llena a toda velocidad en A Lanzada, pensé en las cosas impresionantes que nos ocurren y lo difícil y emocionante que es contarlas, en lo extraño y excitante que es vivir en un mundo que no tiene respuestas para todo ni para todos, en la incertidumbre y la felicidad que supone no saber, nunca, de ninguna manera, lo que pasará mañana.
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