Democracia: votar es útil
Necesitamos combatir a la vez las falacias del fundamentalismo y la renuncia o indiferencia de los abstencionistas

Las historias de amor pueden durar en el tiempo, pero suelen pasar de la plenitud de los primeros años a la convivencia sosegada de la costumbre. La rutina exige su propia sabiduría para que no se olvide por culpa de la repetición todo lo que aporta una buena historia con sus desayunos y sus cenas en familia. Miente quien dice que después de 20 años se levanta de la cama con el mismo deslumbramiento de la primera vez, pero es verdad que el hábito hace al monje, y hay monjes que llevan una vida feliz, sacándole partido a sus experiencias en la piel del tiempo.
Las sociedades democráticas pueden abandonarse a la fatiga con el paso de los años. Las cosas mal resueltas ocultan en su hábito sucio las ventajas de la convivencia y el bien común. Los ciudadanos caen en una dinámica en la que no sólo se quejan por lo que no reciben, sino que olvidan aquello que disfrutan al sostener una historia compartida. Acaban abrazándose en una taberna mal iluminada los despechados por una traición y los que han perdido la conciencia de lo que tienen en casa.
El compromiso cívico dispuesto a defender el valor de la vida democrática exige hoy dos tareas: buscar soluciones para los desamparados por las dinámicas sociales y evidenciar todos los amparos que ya existen. Necesitamos combatir a la vez las falacias del fundamentalismo y la renuncia o indiferencia de los abstencionistas. Es la mejor forma de recordar lo evidente en una historia democrática de amor: votar es útil. Para regular la avaricia de los ricos, para distribuir con justicia la riqueza, para dignificar la vida de las personas, para defender la sanidad pública, para impedir que la soberanía popular quede limitada por la soberbia pervertida de algunos sectores del poder, para evitar la contaminación de la naturaleza y la política, votar es útil. Muy, muy útil.
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