Gabriel patea el malestar de una generación
El alumno con el mejor resultado de acceso a la universidad elige ser feliz y encarna un cambio de paradigma


El estudiante Gabriel agita conciencias desde la soledad e inocencia de ser mejor de la EVaU de Madrid, no tanto porque la gente sea burra y desprecie que él elija una carrera como Filología Clásica. Gabriel remueve al personal cual héroe romántico que patea el malestar de muchos chavales de su generación. Dice que elige ser feliz, y con ello, acepta la posibilidad de una vida académica incierta o de engrosar las listas del paro. Aunque muchos millenials precarios tal vez le miren pensando “no sabes lo que dices, ya cumplirás treinta, chaval”.
Y esa pugna sutil entre el idealismo de este crack, y el realismo a golpes de muchos adultos de hoy 30-35 años, advierte de un posible cambio de paradigma en España a la hora de elegir un futuro laboral. Es decir, la hipótesis de que cada vez más jóvenes acaben descartando estudios filosóficos, lingüísticos o sociales, no porque les parezcan irrelevantes. Quizás porque en su ecuación entre ser feliz o ganarse una vida mejor, el contexto de precarización les arroje a la segunda opción, sin ya complejos elitistas ni tabúes morales.
Primero, porque ninguna otra generación como la centenial ha podido acceder a un abanico amplio de cultura desde el sofá de su casa. La extensión de Internet ha democratizado las posibilidades de informarse, de leer libros, de ver películas de culto, de escuchar música clásica... Obviamente, el ocio poco tiene que ver con ser un profesional de criterio en el campo de la Historia o la Filosofía, si en casa tampoco se tiene ese conocimiento, pero el amor por la cultura puede ahora realizarse de más formas que antaño.
Parte del prestigio de la universidad, de hecho, venía de ser un ágora principal de intelectualidad. El que iba era el listo, el que valía, el que servía para estudiar. Una parte del progresismo ha luchado contra la elitización de la cultura para que no quedara en manos de las clases pudientes. Por eso, cuando se planteaba la enorme brecha entre la universidad y las necesidades de la empresa, el consuelo era que al menos este modelo culturalizaba a la masa, edificando una sociedad menos desigual.
Aunque el prestigio social podría empezar a cambiar de lado, toda vez que un ciudadano no se crea más tonto por saber desempeñar un oficio manual. Al contrario, hay fontaneros o carpinteros que podrían mirar por encima del hombro a muchos filólogos o periodistas por sus ingresos a final de mes. Qué da más libertad, a saber: poder comprarse una casa donde formar una familia, o ser muy culto trabajando de algo que nada tiene que ver con lo que uno estudió.
Segundo, los chavales del mañana serán hijos de la tan desesperanzada generación millenial. Así pues, para esos padres, si es que se pueden permitirse serlo algún día, no existirá el complejo, o el sueño aspiracional, de que la universidad es la única fuente de éxito para su hijo, como lo era para la generación boomer. Los estudiantes salidos de las nuevas familias quizás valoren otros intangibles, como gozar de más tiempo para autorrealizarse fuera del trabajo, no dándole tanta importancia como eje rector vital.
Tercero, el prestigio creciente de la formación profesional o los oficios resuelve varios retos sobre desigualdad a futuro. De un lado, que no se condena a la nada a aquellos chavales que no han estudiado nada bajo la creencia de su elección debía ser entre la universidad, o estar en casa. Del otro, la digitalización de la economía hará que se destruyan puestos de trabajo, pero otros se crearán que poco tengan que ver con la alta cultura, sino con lo manual o el savoir faire, potenciando las carreras técnicas.
El riesgo del posible cambio generacional es que, para variar, lo humanístico y social quede reservado a las rentas altas, que tienen enchufe y dinero para acabar colocados en esos pocos puestos de élite. Es decir, que el pueblo opte a mejores salarios, pero sin detentar las posiciones de relevancia intelectual. Aunque ahí siempre entrará en juego la preferencia personal, como nos enseña el crack Gabriel.
Eso lo sabemos aquellos milleniales que elegimos estudiar carreras que se nos decía que no tenían ninguna salida, y encima veníamos del estrato humilde de la sociedad. De entrada, agradecer a nuestra madre que también pateara el tan subjetivo como falso dilema entre ser feliz o ganarse la vida mejor. Vida sólo hay una, y esta también va de arriesgarse a perseguir nuestra pasión, y soñar con que salga bien, como hace el primero de la clase.
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