‘Escola’, escuela
Que unos jueces hayan dictaminado la cantidad de castellano que circule en los colegios catalanes solo puede responder a la ignorancia suprema sobre cómo funciona un centro educativo


Cuando uno entra en un instituto, lo primero que le sorprende es que los jóvenes no responden para nada a la imagen de los jóvenes que se presenta desde fuera. De tanto cubrir los sucesos, los sucesos lo cubren todo, tintan cualquier asunto de sangre, abuso y violencia. Pero con los jóvenes de ahora pasa como con los jóvenes de antes, no se parecen a su caricatura. Es como si hubiera una permanente estampa aterradora, basada más en la incomprensión y la estupefacción ante los nuevos modelos sociales que en un análisis sosegado. Los jóvenes siempre han dado miedo porque no son idénticos a los adultos. Una de las cosas que más calma a la sociedad es que todo sea igual que era. La gente visita su barrio de la infancia y quiere que la panadería siga en el mismo sitio, que el electricista sea el mismo chispa que visitaba la casa de sus padres y que el tobogán de hierro permanezca oxidado y triste donde lo dejó al cumplir 12 años. En ese miedo a que te cambien el paisaje se juega casi toda la psicopatía social por la cual, y en conclusión repetida a lo largo de los siglos, las cosas están ahora peor que nunca. Por una sencilla razón, antes no pasaban las cosas que pasan ahora. ¿Puede haber algo más desasosegante? Los jóvenes están agazapados tras la imagen pública que se tiene de ellos. No son perfectos, pero tampoco son ese monstruo de frivolidad, hermetismo y desapego que pintan.
Sucede algo parecido con la guerra por el catalán en las escuelas. Uno se puede cansar de escuchar la alarma de que el castellano está perseguido y vetado. La realidad es que al castellano y al catalán lo que más les perjudica es precisamente la apropiación política. Desde hace décadas el independentismo trata de adueñarse de una lengua como si hablarla fuera una declaración política, cuando la mayoría de las veces responde a una opción íntima, estética y familiar. Desde las tribunas de ese Madrid rompeolas de España, se presenta la ayuda necesaria para que el catalán perviva como una amenaza. Las batallas por la defensa del francés en Quebec evidencian que la convivencia de una lengua al lado de otra dominante requiere de un esfuerzo positivo de defensa que a algunos les puede resultar artificial, pero que es pertinente y cabal.
Que unos jueces hayan dictaminado la cantidad de castellano que circule en los colegios catalanes solo puede responder a la ignorancia suprema sobre cómo funciona un centro educativo. Es cierto que mayoritariamente a la sociedad catalana le gustaría que sus estudiantes manejaran al menos un 25% de castellano en su rutina diaria de escolares, pero esa medición no es una gradación que pueda aplicarse como la temperatura de las aulas. Si uno entra en colegio o instituto comprobará que las variantes idiomáticas son flexibles ante la realidad de cada aula. Algunas están compuestas por un índice de emigración donde las algarabías políticas pintan poco. Los profesores se hacen entender y aplican el sentido común. Al idioma del patio se le aplica un mecanismo compensatorio. El castellano y el catalán fluyen con bastante naturalidad, más allá de algún disparate puntual o de algún comportamiento personal publicitado como general. Los profesores saben mucho más del equilibrio lingüístico que un tribunal, un consejero, un ministro y un líder de la oposición que dibujan caricaturas. Pasa con los jóvenes, conviene conocerlos antes de juzgarlos.
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