La guerra y lo banal
De pronto, las discusiones y los pleitos pierden su sentido y la condición humana se desnuda de una forma radical y poética


En uno de esos tuits tristísimos y lúcidos en los que desagua su desesperación por Ucrania y ennoblece el basurero de Twitter, Margaryta Yakovenko escribió: “Me gustaría volver a esa época en la que podía enfadarme por las tonterías que se decían aquí o interesarme por lo que alguien publicaba en Instagram. O leer un libro”. Los duros de oído y de corazón encontrarán banal esta nostalgia de lo banal. Como no entienden la vida, tampoco la echan de menos en sus expresiones más rotundas, que son siempre las más banales: ese chiste recurrente con tus amigos, el cotilleo malévolo sobre el jefe o esa cerveza culpable y clandestina que te bebes al llegar a casa mientras mandas a paseo la dieta.
Vivir en un país democrático y en paz significa poder entregarte a lo banal como si no hubiera un mundo más allá. La paz admite muchas modulaciones y estados de ánimo que la guerra reduce a un terror uniforme del que nadie escapa. Cuando la guerra estalla en tu casa, no te puedes desentender porque ella no se desentiende de ti, penetra en cada célula de tu cuerpo, acapara tu conciencia y no te deja ser tú. Por eso los belicistas siempre le han atribuido propiedades purificadoras: todo está claro en el combate. Los valientes destacan entre los cobardes; lo blanco se blanquea y lo negro, negrea; caen todas las máscaras y se desmoronan los conflictos de papel. De pronto, las discusiones y los pleitos pierden su sentido y la condición humana se desnuda de una forma radical y poética. Desde la Anábasis de Jenofonte hasta las crónicas llegadas hoy de Ucrania, sabemos que nada revela mejor el material del que estamos hechos que la guerra.
Por eso hay que maldecirla, porque nos ha costado mucho trascender esa humanidad elemental. Alcanzar la banalidad lleva siglos de doma, ilustración y civilización. Yo no quiero vivir para descubrir los límites de mi valor y mi honradez, sino para discutir acaloradamente con mi amigo Guillermo Altares sobre la película Licorice pizza, que él detesta y a mí me encanta. Tampoco Zelenski nació para inmolarse bajo las bombas de un Nabucodonosor ruso, sino para hacer reír a su público en la tele. Entre los voluntarios que se han echado un fusil al hombro para resistir al invasor habrá nacionalistas iluminados, seguro que sí, pero me apuesto la cerveza que me prohíbe el médico a que la mayoría lucha para recuperar su banalidad, su chiste privado, su frívolo y magnífico lugar en el mundo.
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