Gobernar, comunicar, conversar
La imagen de los chalecos amarillos debería colgar de muchos despachos oficiales como un incentivo para no olvidar qué puede ocurrir cuando el diálogo no existe, o equivoca la estrategia


La comunicación es consustancial a la política. No es posible entender la política sin comunicación, y en toda comunicación hoy un anhelo político; es decir, una pretensión de seducir, de convencer, de atraer al otro hacia posiciones propias.
En momentos de transiciones múltiples como los que se viven hoy, este asunto cobra vital importancia, ya que de esa comunicación depende el éxito de cambios que exigen romper inercias. De ahí que comunicar bien, si siempre es importante, en periodos de cambio resulta vital. Casi es sinónimo de gobernar. La cuestión es cómo se lleva a cabo tan decisiva actividad.
Nos encontramos de lleno en uno de esos momentos. Al contrario de lo que ocurrió en la gran recesión de 2008, hoy la apuesta de Europa por políticas de recuperación, transformación y resiliencia abre un escenario que puede permitir cortocircuitar la expansión de la crisis a cambio de acometer transformaciones de calado. Ahora bien, esto supone romper las inercias de modelos muy asentados y modificar culturas muy arraigadas. En este contexto, para que la comunicación cumpla con su cometido, ha de ser entendida como una conversación liderada por quienes gobiernan y dirigida a seducir al conjunto de la sociedad.
Tanto la digitalización como la transición ecológica ―los dos elementos que definen para la UE la modernización económica― requieren de tales esfuerzos, por lo que la comunicación, entendida como una conversación permanente, debe situarse en el centro de la acción de Gobierno. Modificaciones en la política energética o fiscal no podrán implantarse a través de globos sonda ni haciendo pasar de tapadillo las reformas de calado. Al contrario, gobernar cuando de cambios profundos se trata, consiste en liderar una conversación que desarrolle un enorme esfuerzo de pedagogía para hacer entender que, si el Estado no recauda, no podrá invertir; que muchos de los mal llamados gastos públicos son en realidad inversiones en salud, en educación, en protección social; que la fiscalidad, todavía muy lejos de la media europea, habrá de repartirse con criterios de justicia y de forma progresiva; o que no es lo mismo pagar por usar las autovías para acudir a pasar el fin de semana a la playa, que a diario para trabajar.
Se trata, en suma, de tomar la iniciativa, escuchar a los otros, tener los argumentos y la seguridad necesaria para lanzarse al debate público, avanzar sin miedo a contaminarse con razones ajenas que obliguen a matizar las propias, y ser capaz de mostrar la transición como un camino hacia lo deseable, hacia un futuro más sano, más seguro y más limpio.
Las reformas que tenemos por delante necesitarán de mucho gobierno, es decir, de mucha comunicación, entendida esta como conversación, para evitar que genere un rechazo que capitalizaría quien hoy se alimenta del descontento. La imagen de los chalecos amarillos debería colgar de muchos despachos oficiales como un incentivo para no olvidar qué puede ocurrir cuando la comunicación no existe, o equivoca la estrategia.
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