Por otra política
Es urgente revertir una deriva de crispación que deteriora la democracia

El Congreso de los Diputados exhibió esta semana su habitual crispación y sectarismo partidista. En vez de la convivencia serena de diferentes propuestas políticas que cabría esperar en una democracia europea asentada desde hace más de cuatro décadas y en medio de una situación de excepcional gravedad, de nuevo la ciudadanía tuvo que sufrir una sesión parlamentaria cargada de hipérboles tóxicas, con expresiones como “fascismo judicial” o “Gobierno totalitario”. Son estos ejemplos de una deriva del lenguaje político que polariza la sociedad e incendia la conversación pública. El diputado del PNV Aitor Esteban lo llamó “gestionar las emociones”, pero lo que en realidad sucede en la sede de la soberanía popular es que antes que entrar en un debate racional sobre propuestas específicas, se prefiere el ataque grueso y la descalificación gratuita. Esta deriva presenta serios riesgos, tanto en términos de agitación de la sociedad como de erosión del funcionamiento de las instituciones democráticas.
Al contrario de lo que cabría esperar, la tragedia de la pandemia no ha fomentado un mayor entendimiento frente a un terrible reto común, más bien parece haber radicalizado aún más el nivel de crispación política reduciendo el debate parlamentario a la pura denigración del adversario, y provocando un reflejo casi caricaturesco de nuestros dirigentes. El efecto en la sociedad es pernicioso. Por un lado, asistimos a un desencanto ciudadano respecto de sus representantes y la aparición de una creciente desafección hacia las instituciones, especialmente hacia el Parlamento. Así lo muestra el estudio que publica hoy EL PAÍS sobre la degradación y el desgaste político que sufre España. Hasta un 83,4% de la población española piensa que el diálogo es poco o nada respetuoso, y nada menos que un 74% opina que ha empeorado durante los últimos años. Más de un 80% cree que esta situación debilita a las instituciones y perjudica la capacidad de gestionar la crisis. Por otro lado, la sociedad no es inmune al veneno que infecta el Parlamento. La encuesta muestra que la ciudadanía percibe un mayor nivel de división entre simpatizantes de izquierdas y derecha que en el pasado; y el pésimo nivel de consideración que los unos tienen de los otros.
El efecto en la vida institucional también es nefasto. La principal consecuencia de esta degradación del clima político es la ruptura de puentes para establecer acuerdos transversales. La política hoy se hace desde los extremos, a pesar de que la ciudadanía piensa que esta atmósfera de enfrentamiento y polarización es perjudicial. Los ejemplos abundan, pero posiblemente el pulso político alrededor del poder judicial es el elemento que mejor evidencia este desastre que deteriora la democracia. El bloqueo que mantiene el Partido Popular en la renovación del Consejo General del Poder Judicial —con el argumento de que solo accederá a la negociación si el socio minoritario del Gobierno se retira de la misma— es inaceptable desde el punto de vista democrático. Con ello no solo niega la legitimidad del Ejecutivo, sino que traslada ese déficit de legitimidad a los propios votantes. La reacción de las fuerzas gubernamentales para sortear ese bloqueo con un cambio del modelo de elección de una parte de los vocales fue profundamente inquietante. Todo ese pulso proyecta una negativa sombra sobre un poder fundamental del Estado. Lamentable también resulta la incapacidad de pactar políticas de Estado. El caso de la ley educativa —enésima reforma sin consenso entre bloques— evidencia que este problema no es exclusivo de nuestro tiempo. Pero sí parece más grave que nunca.
El discurso tóxico carcome un espacio común de entendimiento que es imprescindible para la eficacia de la democracia. Cuando se tacha a un adversario político de traidor a la patria para ganar un punto en las encuestas, el único resultado tangible es que al día siguiente resulta muy difícil acordar algo con él. La ciudadanía merece algo más de nuestros dirigentes que el tribalismo. Si España aspira a tener una democracia de calidad —con instituciones eficaces y respetadas, progreso, serena convivencia ciudadana—, hay que revertir esta infeliz deriva política sin demora.
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