Albatera
Yo conocí a un hombre que sobrevivió a sus enormes rigores. Murió hace pocos años de algunos achaques propios de la vejez, quizás alguno comenzado en aquel campo tan sano, al aire libre

Albatera. En los muchos miles de metros cuadrados que componen el municipio de San Isidro, en Alicante, las autoridades franquistas erigieron las simples estructuras de un campo de concentración al aire libre. La base la proporcionaron otras instalaciones de motivos muy distintos: 1.400 prisioneros franquistas purgaban allí las penas a las que las autoridades republicanas los condenaron. Unos, los franquistas, tuvieron un reconocimiento, quizás incompleto, pero reconocimiento. Los otros ya no esperan nada, porque están muertos. Los que salieron con vida de Albatera, y de cientos de lugares como ese, distribuidos por toda España, ya no esperan justicia, porque a ellos no se les puede dar nada, son sus hijos, o quizá sus nietos, quienes esperan un mínimo reconocimiento, que los herederos del franquismo —no todos, hay que decirlo— se niegan a darles.
De Albatera se ocupan ahora los arqueólogos, como si se tratara de que allí estuvieron pasando hambre de la de verdad, frío del de verdad, y malos tratos de los de verdad, unos cartagineses prisioneros de los romanos. En el campo de concentración de Albatera hubo entre 14.000 y 16.000 hombres encerrados. Hoy son objeto de una investigación arqueológica. Es cierto que menos es nada, pero se hace poco. Justicia ya no piden. A los hijos y los nietos les bastaría con que se los reconociera.
Las bestias salvajes en la reserva —por suerte no están en libertad— quieren hacer que la nómina de castigados con juicios dudosos se incremente en 26 millones de fusilados sin juicio. No está mal.
Albatera es uno más de los muchos sitios que denotan que aquí no sobra un sentimiento como la compasión. Hoy, casi 90 años después de la guerra entre hermanos entonces irreconciliables, hay gente que todavía ve como una insolencia el que alguien señale que ahí, en esa cuneta, están los restos de su abuelo. Y que le gustaría que tuviera un entierro digno.
Albatera. Yo conocí a un hombre que sobrevivió a sus enormes rigores. Murió hace pocos años de algunos achaques propios de la vejez, quizás alguno comenzado en aquel campo tan sano, al aire libre. Francisco —así se llamaba, y no le gustaba que nadie le llamara Paco— aún se despertaba a veces con el sonido de las ametralladoras que les recordaban quiénes eran. Francisco no echaba de menos el campo, pero le gustaría que hubiera una placa. Nada de arqueología.
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