Frivolidad
Lo más triste de todo es la indignación de jueces y cortesanos por la falta de brillo, el lustre perdido en una ceremonia celebrada en un país asolado por una pandemia


En España se dan muchas cosas por descontadas. Es una consecuencia del particular proceso fundacional de nuestra democracia, que apenas contó con nuestra opinión para establecer qué y cómo somos. Antes del vergonzoso epílogo de la carrera del Rey emérito, todos éramos juancarlistas entusiastas y agradecidos, porque las estadísticas ni siquiera recogían la existencia de excepciones a esa norma. El CIS dejó de preguntar por la Corona, hace ya muchos años, para no recoger respuestas desfavorables. Eso fue notable, pero no tanto como la confianza que parece conservar el Rey actual en que, después de la aventura de su cuñado, de la huida de su propio padre, nada ha cambiado. Felipe VI no debería haber llamado al presidente del CGPJ para quejarse de un Gobierno al que debería estar agradecido, por el cobijo que le ha ofrecido durante la tormenta. No era su misión, no formaba parte de sus prerrogativas, porque la función del Rey excluye la libertad para hacer lo que él quiera. Yo puedo ser buena y suponer que no esperaba que Lesmes traicionara su confianza contándolo en los corrillos, pero eso no afecta a una intervención que, en público o en privado, alimenta la confrontación política a favor de uno de los contendientes. Aunque quizás lo más triste de todo es la indignación de jueces y cortesanos por la falta de brillo, el lustre perdido en una ceremonia celebrada en un país asolado por una pandemia, con los hospitales desbordados, la economía derrumbada, la angustia de los ciudadanos a flor de piel. Darle importancia a según qué cosas en este momento me parece un ejercicio de frivolidad que se pasa, en efecto, tres montañas. Aparte de eso, ya va siendo hora de que nos pregunten a los españoles qué somos y qué queremos ser.
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