Lo complicado convertido en imposible
Necesitamos atención primaria sin saturación y menos distinción entre ricos y pobres cuando hablamos de salud. Estamos en la segunda oportunidad para tomarnos esto en serio

Uno de los males eternos de la sociedad es la incapacidad para reconducir sus emociones en función de cierta virtud de análisis. No es nuevo, pero ahora perturba más, pues tenemos la dudosa convicción de que con el progreso somos más inteligentes. Con la crisis sanitaria nos ha golpeado en la cara una especie de bofetada anímica. Para sacudirnos la bajada de autoestima recurrimos a varios atajos. El primero, pensar que con dinero vamos a solucionar todos los problemas. El segundo, concederle a la tecnología y la biociencia capacidades que hace unas décadas solo reconocíamos a Dios y los angelitos custodios. Y la tercera, oscilar entre el miedo y la imprudencia en una montaña rusa inacabable y agotadora. Si fuéramos capaces de analizar los últimos meses con cierta calma, nos daríamos cuenta de que vivimos en una franja temporal de enorme incertidumbre, que necesitamos más que nunca de una acción conjuntada y solidaria, y que la inteligencia ha de servir para pensar, no para envalentonarse y quitarle la razón a tu cuñado.
El aplauso a los sanitarios se acabó cuando estalló la disputa política. A partir de ahí, toda acción en favor de la sanidad pública fue interpretada como un síntoma ideológico. Incluso, en las pasadas elecciones regionales, ya nadie recordaba las protestas vecinales para conservar una maternidad que se pretendía cerrar, ni tampoco pasó factura la apuesta por la privatización de esos servicios esenciales. Ahora volvemos a la expansión de casos de contagios, pero con la gestión concedida a Gobiernos autónomos. Sirve para comprobar que nadie lo hace mejor que el otro. Lo complicado lo hemos convertido en dificilísimo por el mero hecho de no actuar como exigía la inteligencia. La verdadera revolución que España necesitaba pasaba por fortalecer el sistema sanitario. Se despidieron enfermeras y asistentes que habían sido útiles durante la crisis, se escurrió el bulto y se lanzó a las tropas médicas a la batalla de nuevo con sus necesidades materiales sin resolver.
En lugar de esta miserable forma de proceder, el pacto nacional exigía lo contrario. Multiplicar los recursos, generar una red asistencial primaria de enorme fortaleza y trabajar para prevenir. El caos de los rastreadores es casi una anécdota sin importancia frente a la incapacidad para dotar al sistema de efectividad. Estamos maniatados para enfrentarnos al virus de nuevo porque hemos desperdiciado la oportunidad de avanzar en la cercanía del médico con la población. Podríamos aspirar a atajar con más tiempo enfermedades, analizar los errores de salud que se están cometiendo con jóvenes y niños, recuperar el cuidado a los mayores y a tantas personas que padecen dolencias sin que en los últimos meses hayan recibido la atención que merecen. Es un abandono de proporciones preocupantes que merece la prioridad que reciben otros sectores. El dinero destinado a la sanidad pública crea empleo, vitalidad y futuro. No hay que inventarse hospitales ni montar patrañas de campaña ni analíticas masivas patrocinadas por la empresa privada. Necesitamos atención primaria sin saturación y menos distinción entre ricos y pobres cuando hablamos de salud. Estamos en la segunda oportunidad para tomarnos esto en serio. Los ciudadanos están fallando, el poder también. Hay que rectificar. Si no, definitivamente, habremos convertido lo complicado en imposible.
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