Zedillo y su pasado delator
El expresidente es sordo a los tambores y ciego a las masas: no alcanza a ver que, mientras su partido usó a las grandes mayorías como escalera, el movimiento actual las dignifica


Aprovecho la estación para montarme en el célebre relato de Edgar Allan Poe: aquel en que un hombre asesina a un anciano y, convencido de su impecable ejecución, oculta el cadáver bajo las tablas del piso. La culpa —que adopta la forma de un latido— acaba por delatarlo. Lo que el homicida valora como el corazón del difunto es, en realidad, el propio.
Las verdades que intentamos sepultar terminan abriéndose paso con violencia.
Con esa misma fuerza palpita el pasado del expresidente Ernesto Zedillo, recientemente entrevistado en España en una de sus ya frecuentes advertencias sobre el supuesto debilitamiento de la democracia mexicana. En aquella conversación, el legado que lo inculpa martilla.
Al conversar sobre el desmantelamiento del poder judicial y del Estado de Derecho, palpita la memoria de que —allá en sus días—jubiló a veintiséis ministros de la Corte mediante una reforma apresurada, debatida durante catorce días y aprobada en día festivo, sin ser promesa de campaña ni mandato popular.
Las breves menciones en la entrevista a la reforma judicial zedillista deberían quedar opacadas por el estruendo que provoca aquello que la motivó. El expresidente, al advertir que los jueces estaban corrompidos, decidió lo mismo que Andrés Manuel: echarlos a todos. Solo que el economista reculó a cambio de crear un Consejo de la Judicatura que, en décadas, no impuso condena alguna. Zedillo no parece escuchar el escándalo que lo acordona entre tanto regodeo.
La cooptación de la Corte zedillista por los partidos políticos funciona como zumbido subterráneo a lo largo de la conversación, mientras el silencio del expresidente ante lustros de erosión institucional multiplica su eco. Los murmullos atraviesan las páginas, aunque el entrevistado se rehúsa a escuchar.
La conversación avanza y, al profetizar la reforma electoral que conoceremos el próximo febrero, Ponce de León se lamenta: destruirá las condiciones para una equilibrada competencia. Zedillo es tan miope al futuro como lo es al pasado.
Llegamos al tramo en que el economista denuncia la militarización de la seguridad por parte de la Cuarta Transformación, mientras algo aúlla con fuerza animal en el fondo: fue él quien, en 1997, inició la marcha de las botas entregando la jefatura del Instituto Nacional para el Combate a las Drogas a un militar. Fue él quien creó la Policía Federal Preventiva integrada por miles de ellos.
La militarización del país —que sin duda merece ser revisada— no nació con Andrés Manuel. Proviene de decisiones heredadas que nadie antes quiso enfrentar.
Líneas más tarde en la entrevista, el papel tiembla ante la exaltación que hace Zedillo de la antigua labor ejemplar de las fuerzas armadas: olvida la complicidad con el crimen organizado de Gutiérrez Rebollo, su más célebre castrense.
La culpa de Zedillo no le permite pronunciar una sola sílaba para admitir que, en los años obradoristas, la pobreza —esa palabra que no utiliza—, comenzó a bajar. Mientras tanto, todos recordamos el estruendo de la miseria que estalló al inicio de su sexenio: millones de mexicanos cayeron al abismo del ingreso alimentario.
La pobreza que repuntó durante su mandato y que es una herida abierta en cualquier gráfica sigue gritando a viva voz.
Zedillo es sordo a los tambores y ciego a las masas: no alcanza a ver que, mientras su partido usó —elijo el verbo con recato— a las grandes mayorías como escalera, el movimiento actual las dignifica.
Por si hacía falta, para evitar que escuchemos el estruendo del pasado, Zedillo —como el personaje de Poe que habla con vehemencia y gesticula exageradamente para ocultar el corazón que late bajo el suelo— exagera. Afirma, por citar el más burdo de los ejemplos, que en México se ha anulado el amparo. Magnifíca sin empacho. Engrandece sin sustento.
La entrevista a Ernesto Zedillo se acerca al final y la entrevistadora da el cierre. El expresidente le ha entregado una historia ordenada, aparentemente completa. Lo que ninguno advierte es que, al otro lado del Atlántico, el latido suena.
El sexenio zedillista no quedará sepultado en la fosa donde pretende ocultarlo.
Todos lo oímos. Todos lo recordamos. El pasado exige ser escuchado.
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