Eduardo Verástegui: la invasión suave de Trump en México
Al arrodillarse ante Trump ha errado el camino. Y en ese gesto ha traicionado uno de sus propios mandamientos: no participar en proyectos que ofendan la dignidad latina


Eduardo Verástegui va a misa, pronuncia el nombre de Dios con devoción infinita y defiende la vida con fervor de cruzado. Condena cualquier perversión moderna que se desvíe del orden sagrado y convoca —desde sus redes sociales— a unirse a él en rezo diario.
Eduardo es un hombre de fe que anhela dirigir los destinos de la Nación.
Para lograrlo, busca exorcizar a la derecha mexicana: desplazar a los tibios, a los cobardes y a los que se arrodillan ante la herejía woke.
A primera vista, podría concederse que Eduardo es un hombre coherente cuyo único desatino fue vivir en este siglo mientras cree que habita otro.
Pero me adelanto. Comienzo por el final para alumbrar nuestro destino: Verástegui es un hombre moldeable, profundamente ideologizado y que —al caer en las garras de Trump— terminó traicionando sus propios mandamientos.
Génesis: el pecado original
En el principio fue Kairo.
Tenía diecisiete años cuando Eduardo partió de Tamaulipas rumbo a la Ciudad de México empujado por la voluntad del padre: quería que fuera abogado. El imposible—así lo llamaban en casa— pronto abandonó los códigos para entregarse a otro credo: el del espectáculo. Tras ello, el Centro de Educación Artística de Televisa lo ungió en el noventero culto de las boy bands.
De ahí navegó previsibles mares: telenovelas, series, películas, discos en solitario. Evangelios menores que esta crónica no recapitulará. No hace falta: Verástegui predica con devoción su personal historia.
Sus tres mandamientos
Veinte años atrás, una maestra de inglés, un sacerdote y un libro —su propia trinidad— le revelaron al joven Verástegui el catolicismo.
Y se sabe: nadie es más feroz que un converso.
A partir de entonces, Verástegui se dictó sus propios mandamientos: no volvería a participar en proyectos que ofendieran su fe, su familia o la dignidad de la comunidad latina. Nunca más —juró— sería instrumento del estereotipo: ni delincuente, ni borracho, ni ese viejo rol de casanova tropical que Hollywood gusta obsequiarnos.
La metamorfosis hizo su trabajo. Eduardo —dice—selló un voto de castidad. También —dice— estuvo a punto de partir como misionero a la selva amazónica, pero el sacerdote lo disuadió a tiempo, revelándole su verdadero ministerio: el cine.
Eduardo obedeció.
Su conversión lo condujo por senderos —en apariencia— legítimos. Fundó Manto de Guadalupe Inc, que promete comida, salud y educación para los más pobres. Abrió un centro médico y ha recibido premios y todo tipo de condecoraciones por su labor caritativa.
Todo está documentado. Todo parece real.
Más que un repetidor de dogmas, Eduardo parece creer. El Brad Pitt mexicano —así lo llaman— no aparenta estar actuando.
Y aunque sus causas parecen antiguas —y a menudo llegan envueltas en trampas retóricas—, siguen siendo políticamente razonables: el derecho a la vida desde la concepción hasta la muerte natural, el matrimonio tradicional y la adopción exclusiva por parejas heterosexuales.
El cine como instrumento
La conversión de Eduardo no fue moderada: Verástegui lleva tiempo intentando ser un santo.
¿Y qué es la santidad?
—Ser agente de cambio. Ser un héroe —afirma.
Fiel a sus mandamientos, Eduardo dejó atrás —casi—todos sus proyectos comerciales. Grabó El Circo de la Mariposa, sobre un hombre sin extremidades; Cristiada, sobre la Guerra Cristera; e Hijo de Dios, donde prestó su voz a Hijo del Hombre.
También fundó su propia productora: Metanoia Films—bendecida por Juan Pablo II— que en griego significa arrepentimiento o conversión. ¿Su plan? Hacer cine con impacto social.
Entre sus títulos más conocidos están Bella y Crescendo, en defensa del no nacido; Little Boy, la historia de un niño en tiempos de guerra; y Sound of Freedom, una cruzada moderna contra el tráfico de menores. Eduardo cumplió: convirtió el cine en su apostolado.
Nuestro personaje asegura que algunas mujeres, tras ver sus películas, optaron por no abortar. Una de ellas —dice—llamó a su hijo Eduardo.
A Verástegui y a sus películas les va bien. Reciben premios, acumulan vistas por millones y ganan mucho dinero.
Pero Eduardo ya conocía el vacío de tenerlo todo.
—Cuando llego a la cima, siento que algo me falta —confesó alguna vez.
Presidente sin discípulos
La primera señal llegó en 2017. El Partido Encuentro Social —que por entonces prometía reconciliar la política con valores éticos— quiso postular a Verástegui como candidato presidencial.
Aquello se frustró. Eduardo no fue candidato y el PES terminó integrando la coalición ganadora que llevó a Andrés Manuel a la presidencia.
Desde entonces, la idea no lo suelta. Es su tentación. Tiene un proyecto claro y está dispuesto a abanderarlo con relativa seriedad: Eduardo es una versión articulada de Lilly Téllez: doctrina sin estridencia.
Por eso, en 2023, intentó ser candidato con el lema Verástegui: Verás que sí. Un proyecto con más rima que respaldo, que prometía defender la vida y la libertad. Lo de Xóchitl, pero en serio.
El día de su inscripción ante la autoridad electoral como candidato independiente fue transmitido en su propia serie documental. Acudió de negro —dijo— porque iba de luto. Quien moría era él: listo para morir con tal de servir. Jesucristo en HD.
Y aunque tal vez sea cierto que Dios más uno hace un ejército, aquella vez Eduardo marchó solo: apenas reunió el 14% de las firmas.
Aquello no fue su Apocalipsis. Eduardo es trabajador y perseverante —difícil regateárselo. Lo intentará de nuevo. Quiere convertir su Movimiento Viva México en partido y darle al conservadurismo digna representación.
La misión no será fácil: los números no le rezan.
Viva Estados Unidos. Viva México.
Eduardo Verástegui no tiene base nacional ni alianzas locales. Su iglesia mira hacia afuera: Milei, Meloni, Orbán, Bukele, Abascal y, sobre todo, Donald Trump y sus secuaces—the usual suspects—: J.D. Vance, Marco Rubio y el embajador de EE UU en México a quienes llama, sin rodeos, sus amigos.
En la Conferencia Política de Acción Conservadora —que en noviembre pisará suelo mexicano— Verástegui fue claro. Se alineó sin titubeos con la derecha más extrema, hizo un gesto válidamente interpretable como nazi y se proclamó discípulo de la —entonces popular— alianza: Trump y Musk.
Eduardo es un fanático trumpista. Su San Pedro se llama Casa Blanca.
Afirma que esta es la tercera —y acaso no la última—vez que Trump gane la presidencia. Pide disculpas al pueblo estadounidense en nombre de México. Repite las falsedades que alimentan la furia del magnate contra el gobierno mexicano, y lanza consignas entreguistas capaces de revolverle el estómago a cualquiera:
—¡Viva Estados Unidos!
—¡Viva México!
—Make Mexico great again!
Verástegui no se ha percatado, pero al arrodillarse ante Trump ha errado el camino. Y en ese gesto ha traicionado uno de sus propios mandamientos: no participar en proyectos que ofendan la dignidad latina. Exactamente lo que hace su nuevo líder: día sí y día también.
Su proyecto —difícil de imaginar en México—, con esa servil entrega, se ha tornado imposible. Eligió asociarse con el primer enemigo público. Y, según se dice, también con el segundo: Ricardo Salinas Pliego.
Mala tarde para quien, convencido de encarnar el bien, terminó prestando su voz al líder del mal. Mala tarde para quien juró no dañar a los suyos y terminó abrazando al verdugo que los desprecia.
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