Mercenarios colombianos y sicarios mexicanos: las preguntas pendientes
Cuando no se comprenden las características específicas de un problema, se ataca con instrumentos, medidas y políticas equivocadas

El PAÍS publicó hace días un detallado reportaje sobre cómo convocan, reclutan, seleccionan e ingresan a México exmilitares colombianos contratados para operar como mercenarios con el crimen organizado y entrenar a sus integrantes, principalmente en los estados de Guanajuato, Jalisco y Michoacán. De este ejército de sicarios que, según las autoridades mexicanas, supera los 20.000 miembros, entre 2.000 y 3.000 son esos colombianos que trabajan allí 4 meses del año. Esa es la síntesis de la cuestión pero, como se decía en los años sesenta cuando Mary Quant inventó la minifalda, lo interesante no es lo que enseña sino lo que sugiere.
Las interrogantes son numerosas, pero se condensan en lo extraordinariamente poroso y sofisticado que se ha convertido el fenómeno, su cantidad de intermediarios, el volumen de información que se maneja, el dinero que circula, y la intervención activa o pasiva de al menos los dos gobiernos de los países involucrados, entre otras cosas. Si no fuera tan grave y corrosivo daría para un estudio de caso en cualquier escuela de alta administración ejecutiva. O, como han concluido desde hace años algunos especialistas, el éxito del crimen organizado no reside en el tipo de bienes que provee sino en el modelo de negocio con el cual trabaja.
Veamos.
El paso inicial es la formulación de la oferta de empleo y la posterior contratación del personal, que puede ser boca a boca o mediante redes telefónicas y dispositivos digitales que abundan ahora en cantidad, calidad, variedad y precio. Pero allí surge el primer agujero: si el combate a la delincuencia empieza por los sistemas de inteligencia, ¿las autoridades no han logrado rastrear, captar, descifrar y utilizar ese flujo de comunicación? Y si lo hacen, ¿se tapan los oídos? Los gobiernos de México y Colombia (y en su caso las autoridades estatales) pueden espiar a opositores y periodistas, exhibir sus datos personales, perseguir a los adversarios, pero, ¿no dan pie con bola en el reclutamiento sistemático de este personal especializado?
El segundo momento es cómo ingresan al país y se trasladan a su zona de trabajo. Al parecer 2.000 colombianos llegan diariamente a México, de los cuales, supuestamente, unos .1.700 son rechazados desde que arrancó el nuevo Gobierno federal. Es decir, si no necesitan visa para estancias de 180 días ¿con qué criterios rechazan a esos 1.700? Y para esos 300 restantes, que principalmente llegan por vía aérea todos los días ¿no hay ningún control previo en el aeropuerto de origen o un intercambio de información entre las líneas aéreas y autoridades migratorias como sucede con otros países? O bien, lo que es probable, ¿los agentes migratorios en destino sencillamente miran hacia otro lado, son selectivos al tanteo o cuentan previamente con información de quienes sí y quienes no pasan? Eso, por un lado. Y, por otro, cuando algunos de estos se van a los distintos municipios donde operan, ¿cómo se mueven? ¿Quién los traslada? ¿Solos o en grupo, como llevan los polleros a los migrantes? ¿Nadie en terreno les sigue la pista de donde moran por cuatro meses?
La tercera pregunta es que los mercenarios vienen bien preparados para estas faenas que ya han practicado “profesionalmente” en zonas de conflicto en otras partes del mundo. Pero cuando arriban a México ¿quién los provee de armas y explosivos teóricamente reservados para uso del Ejército mexicano? ¿Llegan con ellos y cruzan paladinamente por la aduana? ¿O hay una entrega a domicilio de los proveedores norteamericanos, demandados allá pero tolerados aquí? Alguna debe ser la respuesta porque es poco probable que solo carguen con dos cambios de ropa, efectos personales, fotos de la familia y una biblia.
La cuarta curiosidad es cómo administran su salario. La investigación de EL PAÍS señala que ganan 48.000 pesos mexicanos mensuales, que probablemente reciben en efectivo. Si el número de mercenarios anda en unos 2.500, la nómina supone 120 millones de pesos. ¿Los depositan donde les indican a sus empleadores o se los entregan en sobres manila in situ? En esta opción, ¿los mercenarios los guardan debajo del colchón o los envían a su casa, en cuyo caso recurren a algún servicio de transferencias como los ampliamente utilizados para las remesas? Si es esta la modalidad y usan sucursales de la zona, ¿cómo se mueven 120 millones de pesos cada mes dentro de una área geográfica bien delimitada en los tres estados observados? ¿Ninguna autoridad bancaria o financiera se da cuenta de que este flujo constituye un patrón rutinario?
En un artículo reciente, Alejandro Werner, un exfuncionario del FMI, señala que en plena era digital el uso de efectivo en la economía mexicana ha aumentado de manera muy preocupante: la “razón -efectivo en circulación como proporción del PIB- ronda el 10%. En 2014, era menos de la mitad. Además, es la más alta entre economías latinoamericanas de tamaño y desarrollo comparables”. Usando, como hace Werner, inteligencia artificial, se necesitarían 120 portafolios estándar para transportar y distribuir la nómina mensual necesaria de 120 millones de pesos.
Seamos realistas con las lecciones que deja el reportaje. De manera racional cabe admitir que este negocio opera sobra la base de una impecable lógica de mercado que detecta una necesidad (personal especializado), hace una buena planeación (cuantos, cómo, dónde), produce un bien demandado (mercenarios), construye una logística sofisticada (contratar, trasladar, mover, pagar) y satisface al consumidor (los carteles).
¿Hay en este proceso algo de extravagante? No. Nunca como ahora el crimen organizado había logrado montar una estructura en la que, para empezar, están situados en la plena modernidad corporativa porque ya no trabajan a partir de formas piramidales de control y coordinación sino a través de redes horizontales en las que participa cualquier cantidad de actores –políticos, funcionarios, abogados, ejecutivos bancarios, transportistas, lavadores, factureros, personas modestas que prestan servicios de alimentación y alojamiento, y un largo etcétera- altamente flexibles para responder a los requerimientos de un mercado específico que manejan con sagacidad, precisión y habilidad.
El informe pega, sin proponérselo, en el blanco: parte del fracaso en la estrategia de muchos gobiernos para combatir el crimen organizado se explica porque, más allá de la innegable complicidad y corrupción de diversas autoridades, han seguido una lógica de seguridad, balazos, decomisos y extradiciones en lugar de entender y diseñar con pragmatismo, datos, información muy fina y cooperación internacional irrestricta, una estrategia múltiple para combatir un negocio que actúa con una lógica de mercado.
Muy probablemente aquí reside el fracaso: cuando no se comprenden las características específicas de un problema, se ataca con instrumentos, medidas y políticas equivocadas.
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