La historia sin fin
México tiene la costumbre de emprender obras infinitas, marcadas por los retrasos y con costos disparados


A un par de puertas del sitio en el que vivo hay una obra infinita. Es una casa que lleva metida en construcciones la friolera de tres años. No, no se crea que el dueño es un loco perfeccionista que apenas termina con alguna remodelación concreta se lanza a emprender otra. En realidad, a estas alturas, no tengo idea de qué clase de persona pueda ser. En su casa trabajan dos o tres albañiles, quienes a veces se afanan durante semanas para luego desaparecer por meses. Cuando están, siempre se les ve concentrados en levantar, con tabiques y cemento, el mismo cuartito de azotea.
En algunas ocasiones han estado a punto de terminarlo, pero en ese momento algo terrible sucede, optan por derribarlo y reinician los trabajos desde cero. La primera ocasión que eso pasó supimos, por otros vecinos, que el problema consistió en que no cimentaron debidamente el cuartito dichoso (mejor dicho, no lo cimentaron de ningún modo) y “se les fue chueco”. Así que los trabajadores tumbaron los muros desviados y, para que el error no se repitiera, colocaron castillos. Durante días y días no dejaron de taladrar y recortar varillas. Pero quién sabe por qué arcanas razones, el cuartito se les volvió a ir de lado. Recurrieron entonces a una medida desesperada, pero los tablones que serrucharon (al costo de más horas de estruendo) y clavetearon para apuntarlo no sirvieron de nada. Ni hablar. En un día de marrazos lo convirtieron en escombro y volvieron a ponerse manos a la obra. Son todos unos Sísifos.
Es por eso que, en nuestro rumbo, esa casa es conocida como La Sagrada Familia, a la manera del inconcluso templo expiatorio de Gaudí en Barcelona. Nadie sabe si algún día se le dará remate. Ahora mismo, mientras escribo estas líneas, en pleno domingo, hay alguien dando martillazos y no se sabe si se avecina otra demolición.
Cada vez que pienso en ese tenebroso cuartito sin fin, acabo por recordar a la mítica Línea 3 del Tren Ligero de Guadalajara, cuya nueva fecha de entrada en operación es el próximo 1 de septiembre. Hablo de una “nueva fecha” porque, desde que inició su construcción, en el ya lejano agosto de 2014, se han establecido al menos seis plazos para que el tren comience a funcionar (el primero fue en 2016, pues la obra se pensó originalmente para ser liquidada en un par de años), se ha llevado a cabo una inauguración simbólica (en 2018 vino a la ciudad el entonces presidente Peña Nieto y cortó un listón en compañía del entonces gobernador Sandoval) y se han dado informes presidenciales presentándolo como una obra terminada (esto lo dijo ya el actual mandatario López Obrador) y un “compromiso cumplido”. Pero el tren nomás no arranca. Sus pocos recorridos han sido nomás pruebas o promoción para los fotógrafos.
La obra nació salada: desde el principio hubo retrasos, los costos se dispararon, el tráfico del oriente, centro y norte de la ciudad se colapsó en diversos momentos (que duraron meses), decenas de rutas de transporte urbano debieron reformarse, se produjeron imprevistos muy graves, como daños, agrietamiento y derrumbes en diversas fincas alrededor de los túneles (hasta la mismísima Catedral de Guadalajara estuvo en riesgo), se han producido fallos en los materiales y han saltado dudas en los mecanismos de seguridad de los puentes… Un desastre, pues.
Quizá el tren esta vez sí comience operaciones en la fecha comprometida y la obra perpetua al fin termine. Lo que no se terminará, me temo, es la costumbre de emprender obras sin fin: Alfaro, el actual gobernador, ya afirmó que este mismo año se iniciarán los trabajos de una Línea Cuatro… Claro: la pandemia ya demoró todo y el calendario comienza a extenderse... A lo mejor, se me ocurre, lo que mis vecinos están construyendo no es un cuartito, sino la primera estación del nuevo tren.
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