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De cazadores a protectores: la transformación de los pueblos costeros de Oaxaca tras la veda del consumo de tortugas marinas

Hace 35 años Mazunte y los pueblos aledaños fueron la capital nacional para la matanza y comercio del reptil. Ahora, los nietos de los consumidores trabajan para proteger a las especies amenazadas que anidan en las playas

Santuario de la tortuga golfina, en Santa María Yonameca, el 13 de agosto de 2017.
Micaela Varela

En mitad de una noche cerrada de mayo, las huellas de los turistas en la arena mojada se iluminan al contacto con la bioluminiscencia. Caminan en silencio, no quieren molestar a los cocodrilos que los vigilan en una laguna a pocos metros de la orilla del océano Pacífico. De vez en cuando rompen la oscuridad con una luz roja —más respetuosa con la visión nocturna de la fauna local— para esclarecer cualquier sombra que se parezca al animal que todos ansían ver. Buscan a las tortugas marinas. Cualquiera de las seis de las siete especies que existen que se acercan a desovar a Escobilla, en la costa de Oaxaca. Esta playa es una de las que más registros de llegadas de tortugas tiene el mundo, y la población busca a través del ecoturismo crear consciencia y proteger a una población amenazada. Cuesta creer que a este turístico santuario, apenas una generación atrás, las visitas que llegaban eran pocas y en su mayoría buscaban comerciar o degustar uno de los platos más icónicos: los huevos de tortuga.

A pocos kilómetros de Escobilla, entre los pueblos de Mazunte y San Agustinillo, había un matadero de tortugas marinas que estuvo operativo hasta la década de los noventa. En sus años de más actividad la sangre escurría del matadero y teñía la playa de rojo en temporada de caza. Así lo recuerdan los abuelos de Faustino Escamilla, uno de los guías comunitarios que ahora se dedica a la protección de las especies. “Llegaban muchas personas de otras comunidades a asentarse aquí por la economía. Se dedicaba o a salir a pescar y matar al mar, o a buscar huevos por la playa, o a despedazar la carne de la tortuga para envasarla”, cuenta.

En esos años, antes de la llegada del turismo, la costa de Oaxaca contaba con un ecosistema boyante de biodiversidad. El mar no podía verse desde la carretera por la frondosidad de la vegetación. Los habitantes eran en su gran mayoría campesinos o pescadores que acostumbraban a comer iguana, tejones, mapaches y huevos de tortuga. “No había ninguna ley que los protegiera, el humano tenía derecho a tomar los huevos y la carne de las tortugas para su supervivencia”, recuerda Escamilla. No tardó en empezar a aumentar la cacería, el comercio de los huevos de tortuga y la tala de los manglares. La carne de una iguana valía 200 pesos, la carne de venado 1.000, un huevo de tortuga entre uno y dos pesos. “Se empezó a convertir en una parte económica para las familias”, sentencia Escamilla.

Isidro Altamirano Rios recuerda esos años bien. Trabajaba con grupos comunitarios organizados en la protección de las tortugas en la playa de Escobilla. Su trabajo consistía en monitorear especies, recolectar huevos para incubarlos, liberar a las crías de tortugas cuando nacían y protegerlas de depredadores. “Se podía pescar tortuga, había permisos de aprovechamiento de carne, huevos, piel y caparazón, incluso se exportaba”, asegura. Poco a poco, comenzaron a notar que la temporada de arribadas —la llegada masiva de miles de ejemplares a las playas para anidar— se acortaba y cada vez venían menos tortugas. Los militares empezaron a custodiar las playas en la temporada alta de anidación, para que nadie pudiera saquear los huevos. También se crearon grupos de apoyo a los guías comunitarios para que dieran taller de concientización. Sin embargo, los esfuerzos del Estado no fueron suficientes y poco a poco la población de tortugas fue disminuyendo.

Una tortuga en Santa María Tonameca, en Oaxaca.

Los grupos de presión de ecologistas aceleraron el proceso para que en 1990 el Gobierno federal decretara la aplicación de una veda total y permanente a la caza y consumo de tortuga marina. La gran noticia para la conservación ecologista fue un golpe devastador para la economía de las comunidades locales, que no supo afrontar un cambio tan abrupto. “Muchos se fueron a Huatulco a buscar trabajo y vendieron sus terrenos. Otros migraron a Estados Unidos, familias completas. Perjudicó bastante a la población que disminuyó significativamente. En la escuela primaria había 100 alumnos y seis o siete maestros, ahora quedan menos de 40 alumnos y dos profesores”, lamenta Ríos.

En un intento por aplacar el empobrecimiento de la población y crear consciencia ecológica, el Estado creó el Centro Mexicano de la Tortuga en Mazunte, a pocos metros de donde estaba el matadero ya en abandono. Mireya Viadiu Ilarraza tenía 31 años cuando llegó al pueblo en 1996 con su pareja. “El centro era el lugar más odiado para la población porque era el símbolo de la imposición del gobierno. Habían actividades y la gente no venía”, recuerda. Pese a la prohibición, muchos todavía se aventuraban a la playa a buscar nidos.

En medio de la transición, el huracán Paulina llegó en octubre de 1997 para descargar toda su furia de categoría cuatro en los pueblos costeros construidos con adobe, madera y hojas de palmera. La destrucción fue absoluta. Los muertos se calculan entre 200 y 500, uno de los más mortales y costosos en la historia de México. “El Gobierno dio apoyos para impulsar la economía tras el huracán. Fue un parte aguas. La gente se atrevió a hacer cambios en sus casas y empezaron a montar negocios. Los parientes en EE UU mandaron sus inversiones y parte se destinaron a poner posadas y restaurantes familiares”, añade Viadiu, que ahora trabaja como coordinadora de Turismo y Educación ambiental en el Centro de la Tortuga.

El ecoturismo fue el nuevo motor económico e hizo regresar a varios de los que migraron. Uno de ellos fue Escamilla, que volvió de Estados Unidos con 21 años para quedarse en el pueblo de sus abuelos, en la playa de Ventanilla. Ahora trabaja coordinando los patrullajes por la playa en cuatrimoto para encontrar los nidos y llevar los huevos al campamento. En su equipo, el joven Javier Cortés, de 25 años, lidera los tours de liberación de crías cuando nacen, acercándolas a la orilla con ayuda de los turistas. La familia de Cortés abandonó el pueblo poco después de que él naciera y se mudaron a Huatulco para buscar trabajo. Él regresó con 14 años, atraído por los trabajos de conservación de la comunidad. “Mis abuelos se dedicaban a ser empleados domésticos y a otros trabajos, y por la noche salían a ‘playear’ [recorrer la orilla en busca de huevos para comer]. En su casa nunca faltaban los huevos cuando llegaban visitas”, cuenta. “Ahora hay otras alternativas de consumo, mi abuela pasó de ser empleada doméstica y salir a buscar huevos a tener su propio restaurante. Ya no es necesario cazar, vender y consumir. Ahora ya tienen otra consciencia, hay otra economía”, añade.

Pobladores en Santa María Tonameca, Oaxaca.

De vez en cuando se encuentran a lugareños que bajan de las montañas a la playa a buscar huevos. La política entre los comunitarios es no intervenir, ya que temen que se cree un conflicto que escale o que los saqueadores vayan armados. Su método es equiparse para recorrer la playa en cuatrimoto y llegar antes que ellos. Para Viadiu, usar los huevos de tortuga para autoconsumo se ha convertido en el menor de los males para la especie. “Quizás el tráfico puede ser un problema, pero el consumo local no creo que acabe con la población de la zona. Ahora es el turismo el que está arrasando con las playas, con la vegetación que las protege, o la cantidad de basura que se genera”, dice resignada. El turismo que salvó la economía y a las tortugas ha crecido hasta empapelar la zona con carteles de venta de terrenos e inmobiliarias. El pueblo se ha inundado de capital extranjero que al adquirir las tierras las limpian de árboles para instalar hoteles y restaurantes.

Con todo, la población de la tortuga parece no resentir el deterioro de su entorno. Antes de la veda, las anidaciones de tortugas apenas llegaban a las 600.000 anuales. Con una tasa de supervivencia de las crías menor al 10%, el número no era esperanzador. Sin embargo, en los últimos años se ha conseguido duplicar la cifra. “Entre junio y marzo, las anidaciones eran de 1,5 millones. La población de golfina [considerada amenazada] está estable”, asegura Viadiu. Sin embargo, otras especies, como la tortuga laud, la más grande del océano, todavía tiene números bajos y la carey apenas no se ha recuperado del todo.

Pese a que en algunos mercados de Oaxaca todavía puedan encontrarse huevos y en playas como Morro Ayuta sigan siendo frecuentes los saqueos, Viadiu celebra el cambio en la mentalidad de las nuevas generaciones. “Ahora, cuando hacemos recorridos por las escuelas y preguntamos a los niños si alguna vez han comido huevo de tortuga, la mayoría dicen que no, aunque sus papás sí hayan consumido”, dice con satisfacción.

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Sobre la firma

Micaela Varela
Es periodista de EL PAÍS en Ciudad de México. Nacida en Argentina y criada en Valencia, España. Graduada en la carrera de Periodismo en la Universitat Jaume I y máster de Periodismo en EL PAÍS. Escribe sobre derechos humanos, sociedad y cultura.
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