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No me gusta el novio de mi hija: ¿qué hago?

Cuando un progenitor no acepta a la pareja de su hijo adolescente suele haber detrás una mezcla de miedo y pérdida de control. El problema, además, es confundir la preocupación con la vigilancia

Pareja de mi hijo

Dice un refrán que “en la crianza los días son muy largos y los años muy cortos”. Quien es padre, lo sabe. Un día los hijos te acompañan incluso hasta el baño y, de repente, gruñen porque has entrado en su cuarto sin llamar o porque te has ido del mismo sin cerrar la puerta. En un abrir y cerrar de ojos, pasan de ser absolutamente dependientes de tus cuidados a hacerlo de sus amigos. Y es en esta etapa cuando suelen llegar los primeros amores.

Una investigación de 2025 del Laboratorio de Estudios sobre Convivencia y Prevención de la Violencia (LAECOVI) de la Universidad de Córdoba, basado en tres encuestas a 2.400 adolescentes de 12 a 18 años en Andalucía, concluye que las competencias afectivas —como resolución de conflictos, asertividad y reconocimiento de límites— se desarrollan progresivamente con la experiencia de las relaciones sentimentales. El análisis revela que los adolescentes mayores se perciben como más competentes que los más jóvenes, lo que apoya la idea de que las relaciones sanas “se entrenan” desde la adolescencia. Las investigadoras, Noemí Toledano, responsable del trabajo junto a Carmen Viejo y Rosario Ortega-Ruiz, del Departamento de Psicología, advierten que entender la adolescencia como un campo de experimentación emocional ofrece una mirada positiva, no centrada solo en riesgos, sino en oportunidades de desarrollo afectivo.

Durante la infancia, los padres dirigen la orquesta emocional. Eligen colegios, amistades, planes, meriendas... Pero llega la adolescencia y todo cambia: el hijo empieza a tomar decisiones propias, y la pareja sentimental es, probablemente, la primera que escapa del control familiar. “Tu hijo te rompe el mapa que habías trazado para él, y ahí saltan todas las alarmas”, explica Andrés Merino Iglesias, psiquiatra de la infancia y adolescencia. “Miedo, rechazo, preocupación, rabia… y la reacción automática suele ser intentar recuperar el control. Es el modo elegante de decir que intentan meterse donde no les llaman”. Ese intento de control puede tomar formas muy sutiles —una ironía, un comentario pasivo-agresivo, un gesto de desaprobación— o directamente estallar en prohibiciones: “Pero el resultado suele ser el mismo: cuanto más se prohíbe, más se refuerza el vínculo”, sostiene el doctor.

“El padre o la madre observa cómo su hija se encierra en la habitación con un individuo que parece salido de un casting fallido de La isla de las tentaciones, y, de pronto, algo se le atraganta en la cena: ‘No me gusta ese chaval para mi hija”, explica con humor Luis Miguel Real, psicólogo y experto en terapias con adolescentes. Esa frase, según explica Real, tan inocente en apariencia, puede desencadenar un conflicto generacional de proporciones épicas y solo hay dos caminos: “Iniciar una guerra santa o entender que la batalla real no va de cambiar al otro, sino de aprender a gestionar lo que uno siente”.

“Cuando un padre dice ‘no me gusta la pareja de mi hijo’, lo que suele haber detrás es una mezcla de miedo, frustración y pérdida de control”, sostiene Merino. “No les incomoda solo la persona en sí, sino la sensación de que su hijo se les escapa del guion que habían imaginado. Y eso duele, porque rompe la narrativa de seguridad que tenían”, agrega. “Los padres se enfrentan a una sensación de impotencia nueva”, prosigue el psiquiatra, “y de pronto descubren que no pueden decidir por sus hijos, ni siquiera protegerlos de lo que consideran peligroso. Y eso les asusta”.

Detrás del “no me gusta” hay a menudo algo más profundo que una simple intuición. “Antes de decir que no te gusta alguien, pregúntate por qué. ¿Es un peligro real o simplemente te cae mal porque te recuerda algo de tu pasado?”, plantea Real. “Las emociones no son verdades absolutas; son señales, no mandamientos. El problema es que muchos padres interpretan esas señales como órdenes: ‘Si siento rechazo, es porque algo va mal’. Pero el malestar no siempre indica peligro. A veces indica cambio, y los cambios duelen”.

Para Real, lo esencial es diferenciar entre los miedos reales y los simbólicos: “Los primeros tienen que ver con la seguridad del hijo: si la pareja lo aísla, lo controla o lo manipula, entonces hay un motivo para intervenir. Los segundos son los que tocan el ego: que no cumpla con nuestras expectativas, que no encaje con nuestros valores, que no se parezca a lo que imaginábamos. Esos hay que revisarlos con humildad”. El psicólogo insiste en que los padres deben cuidar su propio relato interior: “Si conviertes cada relación de tu hijo en una amenaza a tu autoridad o a tu visión del mundo, lo único que vas a conseguir es alejarlo. El amor adulto es aceptar que tu hijo tiene derecho a equivocarse. Que no puedes evitarle todo el dolor, pero sí acompañarle cuando duela”.

“Si hay algo que excita a un adolescente, más que una nueva relación, es una relación prohibida”, apunta Merino. “Romeo y Julieta no murieron por amor, murieron porque los adultos eran un desastre gestionando conflictos”. Para este experto, el problema es que muchos padres confunden la preocupación con el control: “Y el control nunca da seguridad real. Al contrario, alimenta la distancia. El adolescente aprende a esconder lo que vive para evitar la crítica o la bronca. Y así el vínculo se resiente”.

Una de las confusiones más frecuentes es creer que el papel de los padres es dictar sentencias. “El adulto tiene que abrir espacio, no cerrarlo. Escuchar sin interrogar, preguntar sin invadir. Y, sobre todo, no convertir cada conversación en una evaluación e interrogatorio”, sostiene Real. Esa mirada más respetuosa no implica pasividad: “Puedes acompañar sin controlar. Puedes observar sin prejuzgar”. “Si notas que tu hijo se aísla, se muestra más triste o ansioso, o deja de hacer cosas que antes disfrutaba, entonces hay señales de alarma. Pero si le ves crecer, ilusionado, curioso, probablemente el problema no está en la pareja, sino en tus propios temores”, agrega.

Real incide en que las prohibiciones rara vez educan, en cambio, preguntar, sí. El objetivo es que los adolescentes aprendan a pensar por sí mismos, no a obedecer por miedo: “Si tu hijo solo sabe evitar lo que tú censuras, no aprenderá a reconocer por sí mismo una relación tóxica”. Según explica, si la relación realmente es dañina —con señales de maltrato psicológico, aislamiento o celos—, la intervención debe ser firme, pero desde la empatía. “No desde el grito, sino desde el cariño. No desde el juicio, sino desde la preocupación genuina”, retoma Merino. La emoción central en este tipo de conflictos no es el enfado, sino el miedo. “Muchos padres meten la pata porque confunden amor con vigilancia”, explica este experto. “Creen que cuanto más controlen, más protegen. Pero el control genera desconfianza, y la desconfianza rompe el vínculo. Lo que protege de verdad es la confianza: saber que, si algo va mal, tu hijo puede acudir a ti sin miedo a ser juzgado”, añade Merino. “El objetivo no es ganar la discusión, sino no perder la relación”, incide este psiquiatra. “Lo más difícil es aceptar que ya no eres tú quien decide por él. Y eso, aunque duela, también es amor”, concluye Real.

El poder del ejemplo

Los hijos aprenden más por lo que ven que por lo que se les dice. “Si tú vives relaciones sanas, si sabes pedir perdón, si pones límites sin gritar, si sabes comunicarte desde el respeto, eso es lo que tu hijo va a grabar”, explica Andrés Merino Iglesias, psiquiatra de la infancia y adolescencia. “Más que tus sermones, lo que los educa son tus actos”, añade. En última instancia, se trata de aceptar que los hijos no son extensiones de sus padres.

“Ellos tienen derecho a escribir su propia historia, incluso a equivocarse”, sostiene Luis Miguel Real, psicólogo y experto en terapias con adolescentes. “Y nosotros, los adultos, tenemos el deber de acompañar sin invadir, de estar sin imponer”. Porque, en el fondo, “el verdadero reto no es cambiar al otro, sino mirarse a uno mismo, lo más difícil no es aceptar a la pareja de tu hijo. Lo más difícil es aceptar que ya no eres tú quien decide por él. Y eso, aunque duela, también es amor”, concluye Real.

 

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