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¿Qué lugar deben ocupar los padres cuando un hijo va al psicólogo?

Si los progenitores no participan en la terapia del menor o son apartados, se pierde una parte esencial del tratamiento, la de comprender su historia y sus miedos, lo que afecta al vínculo entre ellos

En la terapia con adolescentes, el equilibrio entre confidencialidad y derecho a la información es frágil.
Mayte Ametlla

Cada vez más niños y adolescentes acuden a terapia. Lo hacen por problemas de conducta, por miedos, por ansiedad, por dificultades sociales, por no dormir bien o por causas más graves. Pero cuando se abre esa puerta, una pregunta crucial planea sobre cada sesión: ¿Y sus padres? ¿Deben implicarse o apartarse? ¿Qué lugar deben ocupar en este proceso?

La imagen de un niño sentado frente a su terapeuta es solo una parte de la historia. Detrás, o al lado, están los adultos que lo han llevado allí. Sus miedos, sus dudas, sus propias heridas. Y, en muchos casos, su deseo (explícito o no) de que otro se encargue de “arreglar” lo que no funciona. Pero la psicoterapia infanto-juvenil no es un proceso individual. “El trabajo con los padres es absolutamente imprescindible”, asegura Mark Dangerfield, doctor en psicología por la Universidad Ramon Llull y psicólogo clínico. Según el experto, es fundamental comprender el cuadro clínico que presenta el niño o el adolescente en el contexto de la familia y para ello, “será necesario comprender los patrones de relación o estilos de apego que organizan la dinámica familiar”.

Por su parte, la psicoanalista y psicoterapeuta Norka Malberg, autora junto a Dangerfield del libro Trabajando con padres en terapia (Desclée De Brouwer, 2023), defiende que los tratamientos psicológicos funciona cuando los adultos entienden el proceso, se implican en los objetivos y reconocen que ellos también pueden necesitar ayuda para acompañar a sus hijos. “Muchos no hacen suficientes preguntas sobre la experiencia o el enfoque del terapeuta. Llegan desde la desesperanza y tratan de controlar el proceso”, advierte.

Algunos intentan controlar el proceso desde fuera, enviando mensajes con instrucciones para el terapeuta: “¿Le puede decir que recoja su cuarto?, ¿Puede hablarle de lo que hizo en el colegio?”, cuenta Malberg. Otros lo boicotean sin querer, llenando la agenda de los hijos o cuestionando la utilidad de las sesiones. Pero, como recuerda Dangerfield, la responsabilidad no es suya: “No podemos culpar a los padres por algo que no conocen. Si algo no funciona, el error es del profesional, él es el experto y debe saber cómo guiarles”.

Antes de iniciar cualquier tratamiento con un menor, el profesional debe mirar más allá del síntoma. “Necesitamos conocer a las familias y establecer una relación de confianza con ellas”, defiende Dangerfield. Solo así es posible comprender su historia, su experiencia como cuidadores, los miedos que arrastran y las expectativas que proyectan. “No se trata de buscar culpables. Culpar solo genera más sufrimiento. Nuestro trabajo es acompañarlos para que entiendan su papel desde la responsabilidad, pero también desde su propio dolor”.

En la terapia con adolescentes, el equilibrio entre confidencialidad y derecho a la información es frágil. “Si el menor no puede confiar dentro de la consulta, el espacio terapéutico deja de tener sentido”, advierte Mark Dangerfield, pscoanalista y director del Instituto Universitario de Salud Mental Vidal i Barraquer. Ahora bien, aclara, “si hay riesgo para su integridad, el profesional tiene la obligación de hablar con los adultos responsables”. Malberg lo resume con una distinción clave: “No se trata de guardar secretos”. Saber comunicar ese matiz, tanto al adolescente como a sus tutores, forma parte del proceso. “Y hacerlo con sensibilidad, es parte indispensable del trabajo clínico”, enfatiza.

Teresa y Jorge lo saben bien. Tienen dos hijos de 16 y 14 años, y llevan años acompañando al mayor a diferentes terapias desde que era pequeño y dormía mal. Tras la separación, siempre sospecharon que su hijo arrastraba un malestar profundo. “Hemos pasado por varios psicólogos. Algunos apenas hacían ejercicios de respiración con él. Otros, en cambio, se implicaron con nosotros, preguntaban, analizaban la dinámica familiar, nos hacían partícipes de verdad”, cuenta Teresa. A pesar de los altibajos, ambos valoran mucho cuando el terapeuta establece un puente con los progenitores. “No se trata solo de ver al niño. Se trata de entender cómo influimos en lo que le pasa”, comenta.

Antes de iniciar cualquier tratamiento con un menor, el profesional debe mirar más allá del síntoma. Tiene que conocer a las familias también.

Según Dangerfield, en familias con relaciones disfuncionales o con traumas previos, a veces es necesario que haya más de un profesional implicado: uno que trabaje con el menor y otro con los progenitores. El objetivo no es dar instrucciones sobre cómo educar, sino ayudarles a ofrecer el tipo de relación segura que sus hijos necesitan: “No se trata de convertir a los adultos en pacientes, pero sí deben ser conscientes de cómo su mundo emocional afecta al de sus hijos”.

Belén, madre separada de un adolescente de 15 años, se sintió completamente apartada del proceso. El padre del chico insistía en que tenía TDAH y la psicóloga con la que comenzaron el tratamiento apenas mantenía contacto con ella. “Le escribía, pedía reuniones, pero no había manera. Todo lo hablaba con él, como si yo estorbara”, cuenta. Aunque el diagnóstico fue finalmente descartado, lo que más le desconcertó fue la actitud de la profesional. “Me dijo que mi hijo tenía que tomar sus propias decisiones, mientras no fueran descabelladas. Y un día me soltó que no iba más, que la psicóloga le había dicho que no hacía falta. Pero era mentira”. Belén se sintió fuera de juego: “Yo no quiero entrometerme en su espacio, pero tampoco me parece normal no poder hablar con quien lo trata”.

No siempre es fácil saber si se está apoyando el proceso terapéutico… o entorpeciéndolo. Una señal de alerta clara es cuando el niño empieza a sentirse dividido entre su terapeuta y su familia. “Si el menor dice cosas como ‘no tengo que ir si tú no quieres’ o '¿a ti te gusta que vaya?’, es que está atrapado en un conflicto de lealtades”, advierte Malberg. Esa ambivalencia, muchas veces inconsciente, puede generar tensión innecesaria y restar eficacia al tratamiento.

El camino pasa, según la psicoanalista, por una comunicación sincera y constante. “Las familias deben ser honestas con el terapeuta sobre lo que sienten que está funcionando… y lo que no. Pero para eso necesitan confiar en él”, coincide Dangerfield. “La desconfianza también debe ser escuchada y validada: no se trata de hacer juicios, sino de construir una alianza”, añade.

Dar con el profesional adecuado es parte fundamental del proceso. No basta con mirar un título o leer una web. “Lo ideal es hablar directamente con el terapeuta antes de empezar, preguntar cómo trabaja, qué espera de las sesiones, cuál será su rol”, recomienda la psicoterapeuta. También es útil preguntar a otras familias o informarse sobre los distintos enfoques terapéuticos. El vínculo de padres y terapeutas de sus hijos no debería limitarse a informar, tiene que ser un espacio de comprensión real: “A veces, los tutores necesitan poder decir cosas como ‘no me gusta como actúa mi hijo’ sin sentirse juzgados”, apunta Malberg. Y eso solo es posible si se evita la prisa por etiquetar o resolver: “Porque la terapia, cuando es verdadera, no solo ayuda al menor, transforma a todos los implicados”.

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Sobre la firma

Mayte Ametlla
Periodista y colaboradora de la sección Mamás y Papás en EL PAÍS. Se ha formado en Comunicación Audiovisual y ha desarrollado su trayectoria como directora de programas de radio y televisión en algunos de los principales medios de comunicación del país. Es autora de 'Las otras. Hablan las amantes' (Ed. Martínez Roca, 2003).
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