¿Por qué hay niños que nunca intervienen en clase?: entre el desinterés, el miedo y la timidez
Primero hay que entender qué le lleva al menor a no participar en el aula para empatizar con él y, sin forzarlo ni etiquetarlo, ayudarle a sentirse parte del grupo y confiar en su propia voz

En algunos hogares se repite esta conversación después del colegio: “¿Qué tal en clase? ¿Has participado?”. Y un rotundo “no” como respuesta. Ese dato aparentemente inofensivo de no levantar la mano en el aula, de no tomar parte, se convierte con el tiempo en un motivo de inquietud para muchos padres. Los profesores lo confirman en las tutorías y muchos progenitores se preguntan qué hay detrás de ese silencio. ¿Timidez? ¿Inseguridad? ¿Desinterés? ¿O es miedo?
Según los expertos, no participar en clase no siempre es un problema de actitud, sino de emoción. Detrás de esa reserva hay factores que van desde la ansiedad social hasta la baja autoestima o la necesidad de sentirse seguros antes de exponerse. Por eso, entender ese comportamiento es clave para acompañar a los niños sin presionarlos ni etiquetarlos.
La psicóloga sanitaria María Torres Muñoz, especialista en infancia y adolescencia en Tranquilamente, centro privado en Madrid, explica que uno de los motivos más frecuentes por los que los niños no participan es la ansiedad social. “Algunos pequeños sienten un temor intenso a ser evaluados negativamente por sus compañeros o por el docente. Este miedo puede aparecer incluso en situaciones simples, como levantar la mano o responder una pregunta”, señala Torres.
Esa ansiedad, según añade, suele tener raíces en experiencias previas de burla o error que dejaron una huella emocional profunda: “Cuando un niño teme equivocarse frente a los demás, opta por el silencio como una forma de autoprotección”. Por eso, advierte que etiquetarlos como tímidos o callados solo refuerza su inseguridad. Lo recomendable para Torres, es acompañarlos con paciencia, ofrecerles espacios donde puedan expresarse sin miedo al error y reconocer sus logros sin comparaciones.
En la adolescencia, el mismo patrón emocional se complica. La psicoterapeuta Carmen Durang explica que el miedo al juicio es una de las emociones más extendidas en la etapa escolar, aunque a menudo se camufla como prudencia o pasividad. “Durante la adolescencia se están construyendo tres pilares internos: el autoconcepto, la autoimagen y la autoestima”, explica. “En esa etapa, levantar la mano equivale a exponerse a dos juicios simultáneos: el propio y el del grupo. Y ambos pesan”, agrega Durang. Según esta experta, no se habla de timidez, sino de vulnerabilidad, porque la exposición pública activa mecanismos de defensa en el cerebro. “Sentirse observado eleva el cortisol y el alumno prefiere la invisibilidad antes que arriesgarse a fallar. Evitar participar no es desinterés, sino una forma de economía emocional: menos riesgo, menos dolor potencial”, explica.
Torres añade que hay menores más introvertidos que prefieren observar y reflexionar antes de hablar: “Esto no significa que no estén atentos o interesados. Simplemente, tienen una forma distinta de participar. Algunos lo hacen a través de la escritura, del trabajo individual o de la observación activa. La participación no siempre tiene que ser oral o inmediata.” E insiste en valorar las distintas maneras de estar presentes en clase, porque los alumnos más observadores también aprenden a través del silencio. “Lo importante es que el niño no sienta que su forma de aprender es menos válida que la de quienes intervienen constantemente”, sostiene.

“Si el niño cree que no es lo suficientemente bueno o que no entiende tanto como los demás, evita participar para no exponerse”, indica Torres. Esa falta de confianza, según informa, puede alimentarse por comparaciones, fracasos no acompañados o la falta de reconocimiento de sus progresos: “En esos casos, hay que trabajar la autoestima y promover una mentalidad de crecimiento, donde equivocarse se entienda como parte natural del aprendizaje”.
Durang insiste en que el profesor no solo enseña contenidos, sino también cómo se aprende, cómo se duda y cómo se asume el error: “Su tono, su lenguaje corporal y su forma de corregir pueden convertir el aula en un espacio de evaluación o en un espacio de confianza. Cuando el docente se muestra humano, reconoce sus límites y comunica desde la cercanía, libera a los alumnos del miedo a fallar”. En cambio, si transmite un modelo de perfección o autoridad incuestionable, el mensaje implícito es “no te equivoques delante de mí”, y ese mensaje bloquea más que cualquier nota, según la experta.
Torres incide en la importancia de un entorno inclusivo y empático, “un aula donde se respeta la diversidad y se valoran las aportaciones”, porque favorece la participación. Lo contrario, ambientes competitivos o excesivamente centrados en el rendimiento, pueden inhibir incluso a los alumnos más brillantes. “Hay que normalizar el ‘no lo sé’, valorar el intento y fomentar el razonamiento antes que las respuestas perfectas”, recomienda Durang, “y también ayudan los turnos breves, las preguntas en pequeño grupo o dar tiempo para pensar”. Cuando la clase se convierte en un entorno donde todos pueden fallar sin ser juzgados, entonces las manos se levantan, agrega esta especialista.
El papel de los padres en casa
A veces, el primer paso no está en el aula, sino en casa. “Los padres, preocupados por la falta de participación, pueden presionar sin querer”, continúa. Esta experta propone cambiar la pregunta de “¿Por qué no hablas en clase?” por la de “¿Qué cosas te resultan más fáciles o difíciles cuando participas?”. Ese cambio de enfoque, según explica, permite al niño sentirse escuchado en lugar de examinado. Además, conviene reforzar las habilidades de comunicación en entornos seguros, como las reuniones familiares o las actividades que le resulten gratificantes: “Cuanto más se sienta comprendido, más confianza tendrá para expresarse en otros contextos”, afirma la psicóloga.
Para ella, el silencio no debe interpretarse como un fallo, sino como un mensaje que requiere comprensión. En algunos casos, puede reflejar una fase de observación; en otros, una forma de protegerse de la presión. Y, en los menos, una dificultad de aprendizaje que conviene valorar con profesionales. “Escuchar al niño, observar su comportamiento sin juicios y acompañarlo desde la empatía es fundamental para entender qué necesita”, recuerda Torres. “El aula no debería ser un escenario donde los niños demuestran lo que saben”, puntualiza Durang, “sino un espacio donde se atreven a descubrirlo”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.






























































