Beit Yinn, la aldea siria que pasó de recibir armas israelíes a combatir los ataques de sus soldados
La tensión en las localidades del sur de Siria, que recibieron ayuda del Gobierno de Netanyahu contra el régimen de El Asad, crece ante las ofensivas del Estado judío


Hassan al Saadi tenía previsto casarse ese mismo día. Había firmado el contrato matrimonial que precede a la boda y tenía el banquete preparado cuando, sobre las tres de la madrugada, le advirtieron de que soldados israelíes habían penetrado en casa de su prometida. “No traté de retenerlo. Cogió el rifle y me dijo: ‘Si caigo por la gracia de Dios, ese es mi destino”, cuenta su padre, Mohammad Abdul-Razzaq al Saadi, de rodillas junto a una estufa en la casa familiar de la aldea de Beit Yinn, en el sur de Siria, donde todos repiten “Gracias a Dios” al hablar de Hassan, porque murió como un mártir combatiendo a las tropas israelíes, considerado un honor.
La historia de Hassan y su boda frustrada se viralizó en las redes sociales en árabe, entre loas a su valentía tras casi un año sin apenas respuesta a las incursiones y bombardeos israelíes en una Siria que, desde diciembre de 2024 —cuando Bachar el Asad fue derrocado—, intenta pasar página a casi 14 años de guerra civil. Su caso circuló acompañado de una foto antigua en la que posa con un M-16. “Es un rifle israelí que le llegó a través de ‘Moro”, asegura el padre.
“La foto es antigua, de 2021. Teníamos buenas relaciones con Israel. No nos engañábamos. Sabíamos lo que eran, pero nos ayudaban, con armas incluso”, reconoce. “Moro” es el apodo de Iyad Kamel, el líder de una milicia local que recibió apoyo económico y armamentístico de Israel contra el régimen de Bachar el Asad, derrocado hace un año.

Con ese rifle, Hassan abrió fuego contra los soldados israelíes la pasada semana, en unos enfrentamientos que han marcado un punto de inflexión entre el Gobierno de Benjamín Netanyahu y las autoridades de lo que todos llaman aquí la “nueva Siria”, tras décadas de dictadura de la familia El Asad. Jóvenes locales hirieron a seis soldados —algo nunca visto antes— al sorprenderlos a balazos cuando irrumpieron en el poblado para efectuar tres arrestos. El ejército israelí mató a 13 personas, entre ellos dos menores y dos mujeres, con bombardeos de artillería y hasta de la Fuerza Aérea. Fue uno de los incidentes más letales y el presidente de EE UU, Donald Trump, pidió el lunes a Netanyahu que “mantenga un diálogo verdadero y fuerte con Siria, y no interfiera en su evolución hacia un Estado próspero”.
Las señales de metralla y de balas explosivas en las paredes, los restos calcinados en el suelo del vehículo militar emboscado y algunas casas derruidas dan cuenta de la dimensión del episodio. Entre los locales pesa más el orgullo que el miedo a las represalias, pese a que el ejército israelí está apostado a apenas tres kilómetros. En diciembre de 2024, aprovechó la caída de El Asad para destrozar casi enteras las capacidades estratégicas de las Fuerzas Armadas sirias, como navíos y tanques, en una oleada de bombardeos con escasos precedentes en Oriente Próximo sin guerra de por medio. Además, estableció nueve posiciones militares en suelo sirio, dos de ellas en su lado del monte (llamado Hermón en Israel y Al Sheij en Siria) que domina la vista.
Era, en teoría, una invasión “temporal”, pero Netanyahu dejó claro poco después que durará “hasta que se encuentre otra solución que asegure la seguridad de Israel”. En febrero, el ejército profundizó aún más y, dos meses más tarde, el ministro de Seguridad Nacional, el ultranacionalista Bezalel Smotrich, aseguró que “la campaña concluirá cuando Siria sea desmantelada”.

Desde entonces, Israel ha bombardeado el país y lanzado redadas semanales en un radio de 15 kilómetros, llegando incluso a las afueras de Damasco, mientras negociaba en paralelo —con mediación de EE UU— un acuerdo de seguridad hoy estancado. Su objetivo: garantizar que el ejército sirio no se despliegue, ni haya milicias armadas palestinas o de inspiración yihadista, entre el sur de la capital y los Altos del Golán, territorio sirio que ocupa desde la Guerra de los Seis Días de 1967. También se ha erigido en defensor de los drusos locales, sobre todo tras las matanzas de este verano en Suweida.
El presidente sirio, Ahmed al Shara, un exyihadista reconvertido en político pragmático, sabe de la necesidad de pactar con Israel para estabilizar el país y para que EE UU retire todas las sanciones de la época de Bachar el Asad. Netanyahu desconfía, sin embargo, y está molesto (Al Shara “volvió engreído”, dijo en una reunión del consejo de ministros, según la radio pública) por el cálido recibimiento que Trump le dio el pasado día 10, en la primera visita a la Casa Blanca de un líder sirio. Una semana después, el primer ministro israelí se desplazó a la nueva parte de Siria ocupada por Israel, habló a las tropas de la “enorme importancia, tanto defensiva como ofensiva”, de su presencia y les advirtió de que su “misión puede cambiar en cualquier momento”.
Este despliegue militar —entrando a las casas a buscar armas, impidiendo el acceso a las tierras agrícolas o abriendo fuego contra manifestantes— ha cambiado la imagen de Israel entre los locales, según se desprende de su relato. Suele comenzar el pasado junio, cuando unos 100 soldados penetraron por primera vez en el pueblo y exhortaron a entregarse a ocho personas, pronunciando sus nombres a través de altavoces. También mataron a un hombre que, según describió entonces su familia, padecía problemas mentales. Fue, según el ejército, una operación contra Hamás. Los soldados se marcharon sin enfrentamientos y los arrestados siguen en paradero desconocido, recuerdan.

“Después de eso fuimos a las autoridades y nos dijeron que no podían hacer nada, que estaban negociando, así que los jóvenes del pueblo decidieron que no volvería a pasar”, asegura uno de los locales, Jaled al Badawi, de 52 años. “Se formó una resistencia popular. El Estado no tiene nada que ver en esto. Hemos combatido 14 años al régimen [de El Asad] para vivir en dignidad, así que no vamos a vivir ahora bajo la sombra de Israel”, agrega.
Decenas de vecinos, jeques y autoridades llegadas de otras partes del país honran a los nueve hombres muertos. Sus rostros se alinean en una pancarta a la entrada de la aldea, con la frase “Mártires de Beit Yinn, que Dios os acepte [en el paraíso]”. Como es habitual, las mujeres y niños no aparecen.
El acto sigue el protocolo habitual, con largos saludos con la mano extendida a una fila de personas. En los discursos se repiten palabras como dignidad u orgullo. Las nuevas banderas nacionales, con tres estrellas, se mezclan con la blanca con el juramento musulmán de fe que utiliza Hayat Tahrir al Sham, el grupo islamista que lideró la ofensiva relámpago desde Idlib que derrocó el régimen y al que pertenece el actual presidente. Un líder religioso lanza una diatriba contra los judíos típica de los islamistas que interpretan la lucha contra Israel en términos religiosos. “Dios declaró que siempre permanecerían dispersos por la tierra […]. Pensaron que podían entrar en cualquier sitio y llevarse a cualquier persona, pero les hemos enseñado una lección. Dicen que somos terroristas, pero lo son quienes matan a nuestros hermanos en Palestina”. Un grupo entona una consigna habitual que celebra la batalla en la que las fuerzas lideradas por Mahoma derrotaron a los judíos: “Jaybar, Jaybar, oh judíos: el ejército del Profeta volverá”.

Hace una década, sin embargo, con Siria en guerra, su enemigo era otro: el régimen de El Asad. E Israel, un vecino interesado en mantenerla débil y dividida e impedir que Hezbolá y otros facciones armadas apoyadas por Irán se hiciesen fuertes a pocos kilómetros. Beit Yinn estaba en manos de facciones rebeldes, algunas integradas en el Ejército Libre Sirio, y los heridos no tenían forma de llegar a un hospital. Una opción era Líbano, pero Hezbolá —apoyo clave de El Asad— lo impedía. Distintos rivales controlaban el resto de accesos. El interés de los combatientes rebeldes (poder sanar a sus heridos) coincidió con el de Israel, que promovió en 2013 las evacuaciones médicas. Es la parte que publicitó, con tours a periodistas, en el marco de la Operación Buen Vecino, en la que miles de sirios (sobre todo combatientes) fueron atendidos durante años en hospitales de campaña o públicos israelíes.
Cuando el régimen fue avanzando hacia el sur, sobre todo gracias a una serie de acuerdos, el cerco sobre Beit Yinn aumentó. Israel no se limitó entonces a proveer tratamiento médico, sino también comida, bebida, armamento y dinero para pagar a los combatientes, según admitieron fuentes locales y las propias militares israelíes, en un artículo que un medio nacional retiró por la censura castrense. En su momento lo investigó Elizabeth Tsurkov, la analista del Foro de Pensamiento Regional del Instituto Van Leer de Jerusalén recién liberada, tras dos años y medio secuestrada en Irak.
Esa ayuda de Israel incluía rifles de asalto, ametralladoras, lanzaderas de proyectiles de mortero y vehículos de transporte, y llegó al menos a una docena de grupos. En Beit Yinn, sobre todo a las Brigadas Omar ibn al Jhattab, que lideraba Iyad Kamel, el apodado Moro que mencionaba el padre del muerto Hassan. Los combatientes acabaron aceptando el pacto de rendición ante el régimen en 2018, con una parte desplazada a Idlib, donde seis años más tarde nacería la ofensiva que dio la vuelta a la guerra. Moro fue asesinado en 2022.
Hoy, todo ha cambiado en la aldea. “Pensábamos que Israel era mejor que los regímenes árabes. Cuando no podíamos curar a nuestros heridos, nos ayudó. Si no los hubiesen atendido allí, habrían muerto. Incluso había gente que trabaja allá”, señala Al Badawi. “Era un Estado humanitario y se ha convertido en uno criminal”.
La vida en Beit Yinn parece difícil. Geográficamente pertenece a la zona rural de Damasco, pero está cerca de las montañas de Quneitra. No ha caído el sol y ya hace frío. Los vecinos apilan leña para calentar las casas.

Lejos de los fastos y los cánticos por los mártires, una familia guarda silencio. Su hija Heba, de 17 años, murió por fuego israelí durante la incursión. Es justo como lo definió cuando le penetró en el estómago una bala disparada desde un alto cercano. “Me decía: ‘Mamá, mamá, me arde la tripa”, recuerda la madre, Lina.
Su marido, Jalil Abu Daher, explica que un joven había disparado contra las tropas a unos 50 metros del lugar y los militares que les hacían la cobertura desde una loma que da a la casa hicieron lo propio “contra todo lo que se movía”.
“Estábamos durmiendo cuando escuchamos los disparos. Pensamos que sería una celebración, pero entendimos lo que pasaba al ver los helicópteros”, rememora. La familia estaba en una habitación con un ventanal y trataron de llegar corriendo a otra más protegida a través de una baranda. Sintieron entonces la ráfaga de balas, de la que solo se salvó la madre. Las paredes de los edificios que dan a la loma están llenas de disparos, aparentemente indiscriminados. Allí, cuentan testigos, fue abatido otro combatiente.
Siguieron horas de horror para la familia, hasta que las tropas se replegaron, sobre las 07.00 de la mañana. Las pasó encerrada en la casa con el cadáver de Heba; su otra hija, Huda, de nueve años, herida de bala en las nalgas (se repone tumbada y con rostro pálido) y el marido, en un brazo. “No teníamos nada y no se nos ocurrió arrancar trozos de ropa para parar la hemorragia, sinceramente. Simplemente su madre apretaba con la mano sobre la herida de mi hija para intentar que no se desangrase y yo lo hacía con mi otra mano sobre el codo”, explica el padre mientras busca una foto del momento. Luego muestra una sonriente en vida de Heba y la ausencia llena la habitación de una tristeza viscosa. No es su casa, sino un humilde apartamento familiar sin dinero para un espejo: un trozo roto cuelga sobre la pared de una alcayata. “No quiero volver a la casa donde murió mi hija. Y tenemos miedo, claro. No sabemos qué van a hacer ahora los israelíes”.
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