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Francia
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La expulsión de los mercaderes del templo

Francia se encuentra sumida en una profunda crisis política que ha dejado al descubierto la depreciación gradual de la autoridad del jefe del Estado y una profunda desunión entre el pueblo y sus representantes

Emmanuel Macron Francia

Todos los países pueden tener el triste privilegio de ver cómo se plasman en cada uno de ellos unos problemas que, en realidad, nos afectan a todos. Es lo que sucedió en 2008 en Estados Unidos con la quiebra de Lehman Brothers y el hundimiento del mercado inmobiliario; y luego les tocó el turno a España, Grecia y unos cuantos países más. Hoy es Francia la que se encuentra sumida en una profunda crisis política. Desde su reelección, el presidente Macron no dispone más que de una mayoría relativa en el Parlamento, pero las elecciones legislativas del año pasado, después de que él mismo disolviera la Cámara, han dejado tres bloques divididos e irreconciliables: la izquierda, fragmentada en varios grupos; el centro, hoy lleno de disensiones, debidas en gran parte a las ambiciones individuales, pero no por ello menos intensas; y la extrema derecha, cuya líder, de momento, está inhabilitada. En definitiva, hoy es Francia el país en el que se ha desencadenado la tormenta.

A primera vista, entre la crisis económica de 2008 y los problemas políticos actuales no parece haber ninguna relación. Sin embargo, si solo nos fijamos en lo que sucede estos días en París, no estamos entendiendo nada. Nos limitamos a hablar sin cesar sobre la falta de una “cultura del compromiso” en un entorno enardecido de división de opiniones. En realidad, para comprender lo que está pasando, debemos remontarnos a fechas algo más lejanas.

Desde hace unos 15 años, Francia ha vivido tres episodios institucionales preocupantes. En primer lugar, la derrota de Sarkozy en 2012 fue un fenómeno inusual. Hasta entonces, Valéry Giscard d’Estaing era el único presidente que no había logrado la reelección, en 1981; pero, en aquella ocasión, los hechos trascendentales fueron la victoria de François Mitterrand, la vuelta de la izquierda al poder después de 23 años y la drástica ruptura política. Por el contrario, en 2012, lo llamativo no fue el triunfo de los socialistas, sino la derrota de Sarkozy, que, en última instancia, perdió por culpa de sus políticas y su increíble arrogancia.

En ese caso, más que un cambio de Gobierno, lo que se manifestó fue el hartazgo. Que el candidato socialista fuera insustancial refuerza la hipótesis de que aquellos comicios no constituyeron una victoria de la izquierda, sino una derrota de la derecha. Es significativo que Sarkozy no consiguiera la reelección frente a un candidato tan anecdótico como François Hollande y que fuera el primer presidente saliente incapaz de ganar en la primera vuelta, a pesar de los ingentes fondos destinados a financiar su campaña electoral, que la justicia acabó sancionando posteriormente. Pero este no fue más que el primer episodio.

En 2017, el nuevo presidente, François Hollande, era tan impopular que ni siquiera consiguió presentar su candidatura a la reelección, algo sin precedentes en la historia de la República. Y ocho años después, como si hubiera caído una maldición sobre nuestro país, el presidente Macron —que sí había sido reelegido— se encontró en una situación insólita, peor que perder la reelección, peor que no poder presentarse: uno de sus antiguos primeros ministros le exigió la dimisión. Aquello supuso un salto cualitativo. La depreciación gradual de la autoridad del jefe del Estado, esa fragilidad cada vez mayor, indica que existe una lógica subterránea, una explicación que va más allá de una “cultura del compromiso” de la que, según dicen, carece la clase política francesa. Por cierto, pronto vamos a poder ver si esa teórica “cultura del compromiso” resiste en una Alemania devastada por la crisis y en la que hoy se ven hondas divisiones.

Para comprender el agotamiento de la función presidencial y la supuesta volubilidad del electorado hay que remontarse, en primer lugar, al momento en el que se originaron: la crisis de 2008, durante el mandato de Nicolas Sarkozy. Los efectos fueron similares en todas partes, pero los ritmos y las modalidades variaron en función de cada situación nacional. La primera y principal consecuencia de la crisis inmobiliaria, la crisis bancaria y la crisis de la deuda soberana fue que les abrieron los ojos a las poblaciones afectadas sobre la importancia de las cuestiones económicas. Se acabaron los falsos debates, la obsesión por las fronteras, las peroratas sobre la inseguridad, el islam y otros “temas sociales” que contaminan la vida política y cuya principal función es ocultar los verdaderos problemas: la salud, la educación, la vivienda, el desempleo, los impuestos. Con la crisis de 2008, la realidad volvió de golpe a primer plano. Y, para Sarkozy, que había construido su fulgurante carrera cultivando el tema de la inseguridad —agitando el espantajo de “la escoria” y echándole la culpa de todo—, el resultado fue su brusco hundimiento. De pronto, sus argumentos perdieron todo el valor.

La segunda consecuencia de la crisis de 2008 fue la puesta en entredicho de las élites. De repente, las palabras dejaron de ser suficientes. Cuando cinco años de estudios superiores y un sueldo de directivo no bastan para cumplir los requisitos de las agencias inmobiliarias a la hora de alquilar un piso, los buenos sentimientos y los discursos vacíos se vuelven insoportables y angustiosos. Por eso, François Hollande ni siquiera pudo presentarse a la reelección. Había traicionado unas promesas que eran vagas, sin duda, pero en las que algunos habían tenido la ingenuidad de creer. Ahora que la esfera política se ha hecho añicos debido a las fórmulas publicitarias de Emmanuel Macron, a su famoso “al mismo tiempo”, su función se ha quedado prácticamente en nada y la antigua fe en una división tranquila de la vida política, en parte, se ha evaporado. Es decir, la segunda consecuencia de la crisis de 2008 fue dejar al descubierto una profunda desunión entre el pueblo y sus representantes, entre los intereses de la vida colectiva y los del mundo empresarial, que, en estos momentos, en Francia, sigue pensando que la más mínima subida de impuestos sería “confiscatoria” y amenazaría con “poner al país de rodillas”.

Desde 2008, hay una voz que intenta hacerse oír, la de quienes ya no pueden vivir en París, Lyon o Toulouse, quienes mueren sepultados bajo los edificios en ruinas del centro de Marsella, quienes nos traen las pizzas en bicicleta, los empleados de almacén de las grandes superficies, los que esperan en urgencias una consulta médica que nunca llega, esas personas que tienen la osadía de creer en las promesas de libertad e igualdad que les hicieron en otro tiempo y que se celebran sin cesar con gran pompa y circunstancia para inaugurar los Juegos Olímpicos o en las ceremonias del Panteón; esas personas —las que, en el lenguaje de nuestras constituciones, se denominan el Pueblo— buscan en vano una salida política a su miseria. Los chalecos amarillos y los disturbios de los barrios marginados fueron la expresión de su ira. Rembrandt tiene un grabado sublime sobre un tema que ocupa decenas de cuadros de nuestra historia del arte, que pertenece a la tradición cristiana y que simboliza bastante bien el drama que estamos viviendo: La expulsión de los mercaderes del templo.

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