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Israel apunta al corazón de un programa nuclear diseñado para resistir un ataque militar

Irán ha soterrado a gran profundidad instalaciones clave que solo se podrían destruir completamente con apoyo de Estados Unidos, según los expertos

Imagen satelital de la planta de Natanz, en Irán, el pasado 24 de enero. Foto: Maxar Technologies (via REUTERS) | Vídeo: EPV
Trinidad Deiros Bronte

Como si fuera una fatalidad que todos sus protagonistas esperaban, tanto Israel como Irán llevaban años preparándose para el ataque que el viernes de madrugada golpeó en el país persa objetivos militares, sitios nucleares e incluso edificios residenciales civiles en Teherán. El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, no tardó en anunciar uno de sus principales blancos: “La principal instalación de enriquecimiento de uranio iraní en Natanz”, 225 kilómetros al sur de Teherán, seguramente uno de los lugares más custodiados del país, situado en Isfahán, la provincia que se considera el corazón del programa nuclear iraní, que Israel quiere destruir. Ese objetivo es, sin embargo, de difícil cumplimiento. Al menos sin el apoyo militar a este ataque que Estados Unidos, por ahora, no ha dado.

Irán sabía que el ataque del viernes era cuestión de tiempo. En los últimos años, las autoridades del país se habían ocupado por ello de poner a buen recaudo parte de sus instalaciones nucleares. Distribuyéndolas primero en diferentes sedes y lugares de la geografía iraní pero, sobre todo, soterrando a gran profundidad algunas de las más importantes de esas instalaciones para protegerlas incluso de las únicas armas que los expertos militares consideran capaces de alcanzarlas bajo tierra: las potentes bombas de las que solo dispone EE UU. Washington no ha proporcionado ese armamento a su aliado israelí, según el diario The New York Times.

Un análisis de marzo del centro de estudios británico de defensa RUSI apuntaba, además, que ni siquiera ese tipo de explosivos sería capaz de destruir los sitios nucleares iraníes en un único bombardeo y que se precisaría atacar repetidamente esos blancos subterráneos para arrasarlos.

Con esa estrategia, Irán ha tratado de asegurarse de que, incluso en caso de que un ataque militar acabara con parte de su capacidad nuclear, las instalaciones restantes podrían continuar con un plan atómico por el que el país persa “ha pagado un alto precio”. Esa fue la expresión que utilizó hace días el ministro iraní de Exteriores y negociador nuclear, Abbas Araghchi. Aludía a las graves sanciones que desde hace años pesan contra el país y asfixian su economía, pero también se refería probablemente a la pérdida de vidas y de talento. Como el de Mohsen Fakhrizadeh, considerado el padre del programa nuclear de Teherán, que murió en 2020 en una emboscada que Teherán atribuyó a Israel.

“Israel no puede destruir el programa nuclear iraní con sus propios medios. Solo los estadounidenses podrían hacer algo así por la vía militar”, recalca Rouzbeh Parsi, experto en Irán de la Universidad sueca de Lund. Este especialista añade que, incluso en ese escenario de total erradicación, “los cálculos de Washington apuntan a que el programa nuclear iraní podría estar de nuevo en marcha en unos dos años”.

El entonces presidente Iraní, Mahmoud Ahmadinejad visita las instalaciones de Natanz en abril de 2008.

En los últimos 20 años, Irán ha adquirido la tecnología y ha expandido sus instalaciones nucleares. Por encima de todo, ha atesorado los altos niveles de conocimiento que exige desarrollar esa tecnología. De ahí que en el ataque de la madrugada del viernes, Israel no solo haya golpeado lo material, las instalaciones. También ha tratado de descabezar la cúpula militar —con los asesinatos del general Hossein Salami, jefe de la Guardia Revolucionaria y del jefe de Estado Mayor del Ejército regular, Mohamad Bagheri— y de cercenar a la élite científica nuclear iraní al matar a seis prominentes especialistas en ese campo.

Las centrifugadoras

La República Islámica dispone, al menos que se conozca, de dos grandes plantas de enriquecimiento de uranio, el combustible que se precisa tanto para alimentar las centrales nucleares civiles —el objetivo declarado por Irán— como para producir armas atómicas. Occidente sospecha que ese podría ser el objetivo oculto de Teherán. Israel lo proclama sin atisbo de duda.

Esas dos plantas de enriquecimiento son la de Natanz, atacada en la madrugada, y la de Fordow, a unos 30 kilómetros al noreste de la ciudad iraní de Qom.

La planta de Natanz, a la que aludió Netanyahu, se extiende en la superficie por más de tres kilómetros cuadrados, según la organización NTI (siglas en inglés de Iniciativa contra la Amenaza Nuclear). Bajo tierra, a unos 50 metros de profundidad, se despliega un extenso entramado de túneles y salas que albergan el blanco fundamental de las bombas israelíes: las centrifugadoras de uranio y un taller en el que se fabrican.

Para obtener combustible nuclear hacen falta muchas de esas máquinas para producir una gran cantidad de uranio enriquecido. La ONG NTI calcula que solo dos de los edificios subterráneos de Natanz tienen capacidad para albergar hasta 50.000 de esas centrifugadoras. En 2015, el Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA) calculó que Irán disponía de unas 19.000. Al menos 5.000 estaban en el complejo de Natanz. Allí se cree que la República Islámica ha producido, desde 2021, la mayor parte del uranio enriquecido con un 60% de pureza del que dispone, a un paso del 90% que requieren las bombas atómicas. Esas reservas iraníes de ese material son ahora de 408 kilos, según el último informe de la agencia de supervisión atómica.

Israel asegura haber alcanzado “la zona subterránea de la planta” e imágenes por satélite citadas por The New York Times muestran daños importantes en sus instalaciones en superficie, según ese diario. Aun así, las autoridades iraníes han confirmado a la agencia atómica de la ONU que el ataque contra esa planta no ha producido un aumento de los niveles de radiación. Ese dato hace pensar que los proyectiles israelíes podrían no haber logrado penetrar del todo las sucesivas capas—algunas de acero y hormigón con estratos de hasta ocho metros de espesor— que protegen las instalaciones subterráneas y su joya de la corona: las salas de las centrifugadoras.

Netanyahu ya ha anunciado que Israel seguirá atacando Irán hasta asegurarse de que erradica sus capacidades nucleares.

A medio kilómetro bajo tierra

Más complicado aún parece arrasar la otra gran planta de enriquecimiento de uranio del país persa: Fordow, que Israel no atacó en la madrugada del viernes. Sin embargo, ya por la noche, los medios oficialistas iraníes dieron cuenta de explosiones en la planta y del derribo de un dron en sus inmediaciones. Teherán se cuidó mucho de sepultar esas instalaciones en el interior de una montaña y a una profundidad que el propio director del OIEA, Rafael Grossi, calculó en aproximadamente 500 metros por debajo de la superficie. A medio kilómetro bajo tierra es dudoso que, incluso las más potentes armas antibúnker, pudieran destruir la planta completamente en un único ataque.

Sin inutilizar Fordow, ha señalado al diario The New York Times Brett McGurk, antiguo asesor de varios presidentes de Estados Unidos sobre Oriente Próximo, “no se habrá eliminado la capacidad de Irán de producir uranio enriquecido al nivel que requieren las armas atómicas”.

Destruir las centrifugadoras y matar a los cerebros del programa nuclear iraní no ha servido en el pasado a Israel para detener la ambición nuclear de su némesis. Ni esos asesinatos ni los sabotajes ni ataques cibernéticos como el del virus informático Stuxnet —desarrollado por Israel y Estados Unidos, que logró que un millar de centrifugadoras iraníes se autodestruyeran en 2010—, han representado nada más allá de reveses temporales, de los que Irán se ha recuperado siempre.

Lo único que en estas dos últimas décadas ha logrado frenar el programa nuclear iraní fue el fruto de un consenso: el que llevó a Teherán a firmar el acuerdo nuclear de 2015.

Gracias al llamado Plan de Acción Integral Conjunto con EE UU, Francia, el Reino Unido, Rusia, China, Alemania y la UE, Teherán se comprometió a eliminar el 97% del uranio enriquecido que tenía almacenado, a no enriquecer ese mineral por encima del 3,75% de pureza y a almacenar un máximo de 200 kilogramos. También a someterse a un régimen de inspecciones sin precedentes, a cambio del levantamiento de las sanciones internacionales que estrangulaban su economía.

En 2018, cuando el país persa cumplía estrictamente con lo estipulado, el presidente de EE UU, Donald Trump, rompió unilateralmente el pacto nuclear, reimpuso las sanciones a Teherán y añadió otras nuevas. Tres años después, Irán empezó a enriquecer uranio al 60% de pureza en Natanz.

EE UU e Irán tenían previsto reunirse este domingo en Omán por sexta vez para tratar de cerrar un acuerdo similar al que Washington dejó entonces moribundo. Tras el ataque israelí, Teherán ya ha anunciado que no asistirá a esa cita.

Israel se opone frontalmente a esas negociaciones como se opuso en su día al acuerdo de 2015. Su ataque ha abocado ese diálogo a un posible fracaso, pero también puede producir un efecto contrario al que Netanyahu busca. Ese efecto paradójico puede ser que Irán acelere el paso para obtener armas nucleares, un viejo anhelo del ala dura del régimen islámico.

El experto Parsi cree que el objetivo de Netanyahu no es destruir el programa nuclear iraní, algo que sabe difícil, sino “desencadenar una guerra que quiere que EE UU luche por Israel”. Queda por ver, destaca, si el Gobierno israelí conseguirá arrastrar a ella a Trump, que llegó a la presidencia “con la promesa de lograr la paz”.

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Sobre la firma

Trinidad Deiros Bronte
Periodista de Internacional. Fue corresponsal en el Magreb y en África Subsahariana durante una década. Cubrió las primaveras árabes y las guerras en la República Centroafricana y Congo. Ha informado, como enviada especial, del conflicto en Oriente Próximo y la ofensiva de Israel en Gaza y Líbano. Se ocupa de Irán, Afganistán y el Golfo Pérsico.
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