Mar de fondo
Este va a ser el tercer golpe de mar, la tercera oleada y probablemente la definitiva. La primera es la que devolvió el gobierno de Cataluña al nacionalismo conservador de Convergència i Unió, después de siete años de purgatorio en la oposición. La segunda es la que le otorgó también la hegemonía del poder municipal, coronado por la joya de la alcaldía de Barcelona. Con la tercera, ¡ay la tercera!, será muy difícil que se pueda contabilizar como una nueva progresión del partido catalán gobernante, pues será una pleamar con resaca para el nacionalismo.
odo está sucediendo como dicen los guiones. Las encuestas captan las grandes tendencias, las sucesivas elecciones las confirman y en cada nueva elección queda remachado el cambio. Escasos son los márgenes para llevar a la gente a las urnas, convencer a los indecisos o menos todavía hacer cambiar el voto. Tampoco va a torcer el curso de las cosas un debate cara a cara como el de hoy, entre los candidatos del PP y del PSOE a la presidencia del gobierno. De forma que todos seguiremos sumisamente la pauta.
Rajoy no es el cambio, sino que es el cambio el que propulsa a Rajoy. El cambio no empezará el 20-N, sino que culminará entonces cuando España entera aparezca repintada de azul pepero. El cambio empezó mucho antes, cuando quedaron agotados el Gobierno, el programa e incluso el horizonte socialistas, algo que captaron las encuestas a mitad de 2009 cuando registraron un cambio de preferencia electoral, que se ha ido ensanchando sin pausa desde entonces.
Todo cuenta y facilita el cambio. Las inconsistencias tan glosadas de Zapatero. Su negación de la crisis. Los errores que se encadenan cuando van mal dadas. Pero ninguno de estos elementos es la causa del cambio. Ni mucho menos la erosión persistente producida por la oposición, que combina sabiamente el extremismo mediático con el moderantismo expresivo del líder, la polarización efectiva y el centrismo retórico. Y no digamos nada de la atractiva personalidad de Rajoy o del programa y de la capacidad argumentativa y de convicción del PP.
Ni siquiera es un cambio propio, que empiece y termine aquí, sino una consecuencia de cambios mayores, corrientes marinas globales que afectan a todos pero golpean a los más frágiles. Las urnas consagrarán el cambio, pero no lo van a traer, porque ya se ha producido. La mejor prueba es la tranquilidad o la indiferencia con que se observan estas elecciones desde Berlín, Bruselas o París: nada esencial se juega porque las decisiones difíciles ya se han tomado y seguirán aplicándose con independencia de lo que digan las urnas. Esa es la diferencia y la ventaja que tiene España respecto a Italia y Grecia.
El margen de indeterminación, que lo hay, no es para resolver si habrá o no cambio, sino para señalar hasta dónde llegará la marea y cómo será su impacto en algunas zonas de la geografía electoral de especial significación. Es la resaca que amenaza con arrastrar a CiU y a su ambicioso programa: el pacto fiscal y la transición nacional con derecho a decidir, incluidos en la investidura de Artur Mas; algo que nadie sabe cómo se hace si no hay capacidad alguna de pacto y de alianza con las mayorías parlamentarias españolas. Además, puede haber sorpasso del PP respecto a CiU en Barcelona e incluso en Cataluña, algo que también va más allá de lo meramente simbólico. Pero basta en todo caso con una mayoría absoluta del PP, o incluso una mayoría suficiente con el auxilio de UPyD, para que la hoja de ruta convergente se convierta en el cuento de la lechera.
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