La vida acelerada: ¿dónde se ha ido nuestro tiempo?
El ajetreo vital puede ser visto como una condena, pero también como una señal de distinción: la de aquella persona cuyo éxito la mantiene permanentemente ocupada


“¡No me da la vida!”. Una explicación para esta sensación predominante de escasez temporal y aceleración es la tecnología, que, diseñada para engancharnos, demanda nuestro casito tirándonos del brazo a cada poco. Pero no es la única razón. Otras causas socioeconómicas o culturales colaboran, como la organización del trabajo (tanto remunerado como doméstico) o las expectativas vitales que la sociedad impone. El ajetreo vital puede ser visto como una condena, pero, curiosamente, también como una señal de distinción: la de aquella persona cuyo éxito la mantiene permanentemente ocupada.
La percepción de la aceleración, sin embargo, no es nueva. Se viene señalando al menos desde la Revolución Industrial. Ya Karl Marx observa la aceleración provocada por las dinámicas del capitalismo incipiente, cuando los trabajadores empiezan a producir más en menos tiempo y a habitar un régimen temporal reglado y alienante. La racionalización en busca de la máxima eficiencia, que teorizó Max Weber, también contribuye a una velocidad creciente en los procesos. Para Martin Heidegger, cuando el tiempo sea solo “rapidez, instantaneidad y simultaneidad” cabrá preguntarse hacia dónde se dirige todo esto. Quizás ese momento haya llegado. La aceleración, pues, es una característica de la modernidad. Pero tal vez nunca se haya sentido como ahora.
“Desde hace unos años la propia aceleración se ha acelerado bastante. Se da un incremento de la sensación de que el tiempo se nos escapa, de no tener tiempo, lo que genera inquietud y angustia”, dice Jorge Moruno, autor de No tengo tiempo. Geografías de la precariedad. Las nuevas formas de organización del trabajo, según el sociólogo, son acompañadas por un contexto cultural que las justifica, y viceversa. La economía se basa en el continuo crecimiento, pero también la política, el arte, la ciencia, la moda, las costumbres o la industria editorial tratan constantemente de ir más allá, de conquistar nuevos territorios a lo que es preciso llegar cada vez con más premura. Todo resulta provisional y evanescente. Y todo huye hacia delante como en una bicicleta que, cuando se detiene, se cae.
La industria textil ofrece la “moda ultrarrápida” (ultra-fast fashion) en la que las nuevas colecciones no se lanzan en cuestión de meses, sino en cuestión de semanas. Cada vez son más comunes los supermercados abiertos 24 horas para satisfacer la demanda nocturna de aquellos consumidores a los que no les llega el día. Algunos estudios (como uno reciente realizado por Kantar para Zurich Seguros) encuentran que los progenitores cada vez pueden dedicar menos tiempo a sus hijos. El speed dating es la modalidad en boga para encontrar el amor en encuentros de unos pocos minutos (aunque luego ese amor sea sustituido por otro a la mayor celeridad). Hay quien ve películas y series a una velocidad 2x. Y proliferan las aplicaciones para lograr una mejor gestión del tiempo, para frenar la vorágine mental mediante la meditación e incluso para “optimizar” el descanso.
Carecer de tiempo también supone distinción. “No tener tiempo es un símbolo de estatus, significa poder, relevancia, importancia: puedo hacer esperar a los demás. Muchos superiores hacen eso. Si no tienes tiempo, demuestras que eres demandado. No siempre fue así. Un noble de hace unos cientos de años nos habría declarado completamente estúpidos: si no tenías tiempo es que tenías que trabajar porque eras pobre”, dice Stefan Klein, autor de El tiempo. Los secretos de nuestro bien más escaso. Para este físico y filósofo alemán, el tiempo es hoy la mercancía más valiosa y su escasez la más limitante. La ampliación de la oferta del mundo en tantos sentidos hace que nos enfrentemos al dilema de la elección y la renuncia. Estamos constantemente tentados (u obligados) a saltar de una actividad a otra.
“La temporalidad está estructurada por relaciones de poder, reproduciendo un tiempo vivido que está atravesado por el género, la clase y la raza”, aporta Judy Wajcman, profesora de la London School of Economics y autora de Esclavos del tiempo. Vidas aceleradas en la era del capitalismo digital. Lo que encontró esta socióloga en los datos es que, más que la tecnología, el género tiene un papel preponderante en la presión temporal: un porcentaje mayor de mujeres se sienten estresadas y apuradas, porque su tiempo está más fragmentado y realizan más tareas simultáneas que los hombres. Según documenta la literatura feminista explorada por Wacjman, las mujeres realizan una cantidad desproporcionada de trabajo doméstico no remunerado; y a medida que más mujeres ingresan al mercado laboral, experimentan un mayor conflicto trabajo-familia que los hombres. Eso provoca que las mujeres trabajadoras, especialmente las madres trabajadoras, suelan estar mucho más ocupadas que sus colegas o parejas masculinas. Ocurre incluso en parejas progresistas o en las que piensan que reparten equitativamente las tareas (y luego, objetivamente, no es así), como señaló la psicóloga Darcy Lockman en el ensayo Toda la rabia.
Por supuesto, la sensación de aceleración tiene que ver con las condiciones laborales: el trabajo se desparrama fuera de los horarios establecidos (de ahí la reivindicación del derecho a la desconexión), sobre todo para los trabajadores más precarios y los de la gig economy, donde se requiere una disponibilidad total a través de las aplicaciones regidas por algoritmos. El precariado, la nueva clase social teorizada por el economista Guy Standing, se caracteriza precisamente por esa falta de control sobre el propio tiempo, tanto a corto como a largo plazo, porque la inestabilidad complica hacer planes de vida futura.
“Desde Silicon Valley intentan vendernos la idea de que, adoptando más y más tecnología, resolveremos nuestro problema de presión temporal. Esto es un error. La tecnología puede estar contribuyendo al problema, pero ciertamente no es la solución. ¡Ni siquiera ChatGPT puede decirnos cuáles son las prioridades de la vida y cómo deberíamos gastar nuestro tiempo!”, añade Wacjman. Al final, la aceleración puede repercutir en la salud mental, como se ve en el alto consumo de antidepresivos y ansiolíticos, particularmente señalado en España.
“La alienación consiste en no poder apropiarnos ni conectar con los lugares y las personas, que es lo que ocurre cuando vamos corriendo de un lugar a otro”, ha explicado el pensador Harmut Rosa, otro de los grandes pensadores contemporáneos de la aceleración (junto con Paul Virilio, fallecido en 2018), en una entrevista con este periódico. Piensa que la velocidad, que en principio no tiene por qué ser negativa, lo es cuando provoca esa pérdida de conexión alienante. Como solución a la ubicua celeridad propone el concepto de resonancia, que viene a ser la conexión con el mundo, el sentimiento de presencia que provoca afectos, emociones o transformación.
Los hay que resuenan y los hay que, directamente, no se adaptan a los ritmos requeridos. En su ensayo Los lentos. La resistencia a la aceleración en nuestro mundo del siglo XV a la actualidad el historiador francés Laurent Vidal traza una genealogía de la aceleración y relata cómo los lentos, esos que no se adaptan, fueron progresivamente conceptualizados como holgazanes, inadaptados e incluso criminales: los indígenas colonizados, los vagabundos en el espacio urbano o los trabajadores que en la Revolución Industrial no se adecuaban a las nuevas formas de trabajo fabril. Dice Vidal que buena parte de los que murieron en los campos de exterminio nazis formaban parte de esos lentos: parados de larga duración, personas de etnia gitana, vagabundos, prostitutas, que el Reich calificaba como vagos y holgazanes.
Pero también da cuenta de las resistencias a la velocidad: los luditas que destruían las maquinas, los esclavos negros que disminuían el ritmo de trabajo en las plantaciones, (como dice la canción Mississippi Goddam de Nina Simone: do it slow, hazlo lento). La huelga, arma fundamental del movimiento obrero, hoy no tan bien vista: ni siquiera ir más lento, directamente parar. El modesto escribiente Bartleby de Herman Melville, que se oponía al curso del mundo cuando decía: “Preferiría no hacerlo”. Una frase que ahora se ve hasta en las ubicuas tote bags. Aunque, por lo general, todo el mundo prefiere sí hacerlo.
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