Somos ciudadanos, no clientes: reivindiquemos las acciones comunitarias
El sistema público debe dar respuesta a las necesidades sociales, sí, pero hay que enriquecerlo con iniciativas de la sociedad civil

El ataque al papel de las instituciones públicas en defensa de condiciones dignas para todos no es nada nuevo. Las referencias a Thatcher y a Reagan son evidentes, como lo son las coordenadas neoliberales con las que se afrontó la reciente crisis financiera. Lo que ahora afrontamos no es una mera opción ideológica ante un problema. Es una confrontación directa con la democracia entendida como un sistema enfermo. Un sistema al que se acusa de permitir que mucha gente viva a expensas de los impuestos con que se penaliza a los que trabajan. Un sistema que mantiene a miles de funcionarios y servidores públicos que justifican su existencia con papeleos y trámites sin sentido. Un sistema, en definitiva, que se califica de débil y desfasado y que contrasta con un entorno digitalizado en el que la tecnología resuelve en poco tiempo lo que la política y la burocracia pastorean. Ese es el planteamiento que une al autoritarismo de siempre con la tecnooligarquía de ahora en su cruzada antidemocrática.
La ofensiva, por descarnada y exagerada, puede parecer estrafalaria, pero si atendemos a sus objetivos entenderemos que hay que tomarla en serio. Se ataca al gasto público, se ataca al sistema de protección y de cuidado que es vital para buena parte de la población. No es un problema lejano ya que en Europa (y aquí mismo) abundan los partidarios de aplicar esa lógica a unas instituciones con los mismos defectos. La respuesta no puede limitarse a defender el sistema de bienestar, el sistema impositivo y el funcionamiento de las instituciones democráticas como si funcionaran a las mil maravillas. Los servicios públicos son imprescindibles para muchos y su buen funcionamiento es clave para sostener una democracia que no puede limitar su legitimidad a las elecciones, sino que ha prometido libertad, igualdad y dignidad para todos. Hoy no basta con defender la idea de un servicio público como aquella infraestructura que da respuesta a necesidades sociales reconocidas como tales en nuestras leyes. La concepción de servicio público y de necesidad social la heredamos de una época en la que los ciudadanos, en general, disponían de redes comunitarias que funcionaban de manera autónoma y confiable. Me refiero a redes familiares, de vecindad, en el trabajo, estables y que compensaban la heterogeneidad social y la división del trabajo propias de las sociedades industriales. Los servicios públicos que se fueron configurando desde Bismarck hasta la eclosión de las políticas de bienestar después de 1945 pudieron así, a pesar de su sectorialización (educación, salud, servicios sociales) y de su carácter homogeneizador (lo que vale para uno vale para todos), dar respuesta a las necesidades sociales. La existencia de esas redes comunitarias en las que cada quién estaba inmerso compensaba las carencias de personalización, de articulación entre necesidades, que unos servicios especializados y sectoriales acaban generando, ya que muchas veces los problemas de la gente se manifiestan de manera compleja y mezclada, sin que sea posible circunscribirlos a una temática sectorial concreta.
Las cosas han empeorado últimamente. La desarticulación del tejido industrial a caballo de la deslocalización y la subsiguiente precarización del trabajo, la fractura y empequeñecimiento de las redes familiares, el incremento de la movilidad residencial, la llegada de colectivos foráneos con sus propias lógicas y redes, han reforzado las lógicas de individualización, donde cada uno ha de buscarse la vida como pueda. En ese escenario, las carencias de los servicios públicos estandarizados y especializados se muestran con claridad. Unos servicios que, además, han de enfrentarse a nuevas situaciones generadas por el alargamiento de la vida, la diversificación social y el deterioro de las posibilidades de ascenso y desarrollo personal. Y esto lo que hace es cargar sobre unos imprescindibles servicios públicos tareas que no corresponden a su perfil técnico o profesional, ya que fueron construidos con relación a una sociedad que ha dejado de existir.
Si la conclusión es que tenemos unos servicios públicos que han sido pensados para responder a una sociedad que ya no existe, ¿cuál es la respuesta? Para Trump y sus aliados antiestatistas está en el mercado y en la tecnología. Para Vox y la extrema derecha reaccionaria, en el Estado autoritario y clasista. La mezcla no promete nada bueno. Pero hay otras alternativas. Hay que reconstruir la idea de la respuesta pública a las necesidades sociales (que siguen existiendo, en forma más compleja, más diversificada y con peligros graves de generar procesos de exclusión irreversibles) enriqueciendo la ineludible respuesta institucional con componentes comunitarios y mutualistas. Es decir, haciendo que cuando hablemos de respuestas públicas a problemas sociales no nos limitemos a hablar de las administraciones y sus necesarias respuestas institucionales, sino que añadamos el gran capital que seguimos teniendo y que hay que reforzar, de la iniciativa social, de la acción comunitaria que habita en las agrupaciones de familiares en las escuelas, en los que frecuentan los centros cívicos, en los que acuden por muy diversos motivos a las bibliotecas, en tantos equipamientos culturales que hacen red, y, en definitiva, en la miríada de asociaciones y entidades de todo tipo que articulan, reúnen, vinculan, actúan y cuidan. Y eso no puede limitarse a predicar el compromiso y la implicación social, sin hacer nada para propiciarlo y sin tampoco modificar el modo de operar de los servicios públicos institucionalizados.
Los ciudadanos, o al menos muchos de ellos, no pueden ser solo considerados meros receptores de las ayudas y servicios de las instituciones. Los ciudadanos deben ser considerados personas dotadas de capacidad de acción, y, por tanto, susceptibles de colaborar con los servicios e instituciones públicas sin que ello implique lanzarse en manos del mercado. Más allá de individuos hay colectivos. Más allá de proveer servicios, hay exigencia de promoción y de participación ciudadana. Tan importante es que las instituciones presten los servicios públicos imprescindibles para garantizar la efectiva libertad e igualdad como que, con su acción, la ciudadanía pueda, a su vez, asumir el protagonismo necesario en esa labor colectiva de solidaridad, cuidado y respaldo. Si eso es así, deberíamos postular que las instituciones aprovechen la red de servicios y la red de servidores públicos de las distintas esferas de gobierno para promover, estimular y aliarse con las redes comunitarias ya existentes y las que puedan generarse. Nos quejamos, con razón, de la excesiva burocratización de las administraciones públicas. Muchos de los funcionarios y servidores públicos se quejan también de que su labor es poco gratificante. Tenemos mucho espacio en el que poder mejorar. Reduciendo burocracia, pero también dedicando recursos y horas de trabajo para fortalecer y sostener las redes comunitarias ya existentes, luchando así contra la individualización, la segmentación, la soledad y el desarraigo social. Articulando por abajo (los lazos comunitarios) lo que viene segmentado por arriba (los servicios públicos). Defender lo que es público frente a la oleada privatista y autoritaria que nos quiere pasivos y consumidores exige renovar la mirada sobre su propia definición. Si seguimos confundiendo público solo con institucional estamos cortando la savia social que une solidaridad, apoyo y cuidados mutuos con los servicios institucionalizados.
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