Los políticos que elijamos decidirán qué es Europa
Prevenir un agravamiento de la desigualdad, insisten economistas de todo el mundo, es hoy día una tarea vital


En los próximos cuatro años, los políticos europeos, españoles incluidos, tendrán que tomar decisiones conjuntas importantes, que impulsen o retrasen las condiciones esenciales para una sociedad verdaderamente democrática y progresista. Tendrán que decidir, por ejemplo, según explica el economista y profesor italiano Maurizio Franzini, hasta qué punto se puede permitir que la desigualdad económica, que creció en términos globales más rápidamente desde 2008 que en cualquier otro momento desde la II Guerra Mundial, reduzca la movilidad intergeneracional y la igualdad de oportunidades. Tendrán que decidir si permiten que esa desigualdad “deteriore las instituciones y la democracia misma se vea socavada conforme algunos grupos bien organizados ganan más poder”. Prevenir un agravamiento de la desigualdad, insisten economistas de todo el mundo, es hoy día una tarea vital. Y la Unión Europea —los primeros ministros que integren el Consejo Europeo, los parlamentarios que salgan elegidos en las elecciones europeas de 2024— será fundamental en esa batalla.
Justo esta semana 200 economistas de todo el mundo han hecho pública una nueva carta de advertencia, dirigida al secretario general de la ONU y al presidente del Banco Mundial: “Sabemos que la alta desigualdad socava todos nuestros objetivos sociales y ambientales. Corroe nuestra política, destruye la confianza, paraliza nuestra prosperidad económica colectiva y debilita el multilateralismo. También sabemos que, sin una fuerte reducción de la desigualdad, los objetivos gemelos de acabar con la pobreza y prevenir el colapso climático estarán en claro conflicto”.
El aumento de la desigualdad, advierten, ha sido ignorado en gran medida porque se ha dejado de lado la enorme concentración de los ingresos y de la riqueza entre los superricos. El documento se dirige a todos los países del mundo, pero los europeos deberíamos sentirnos particularmente apelados. Es verdad que el primer Tratado Constitutivo de la Comunidad, el Tratado del Carbón y del Acero, de 1950, tuvo como prioridad, por encima de todo, la salvaguarda de la paz, pero en ese mismo Tratado ya se habla del compromiso que adquiría entonces la Alta Autoridad para promover los avances en la igualdad de las condiciones de vida de la mano de obra de la industria. La entonces Comunidad Europea incluyó en todos sus textos básicos, por lo menos hasta finales de los noventa o principios del 2000, una continua referencia a los pactos sociales, a la necesidad de mantener la solidaridad y la equiparación de las condiciones de vida de los ciudadanos de la Unión.
Poco a poco, y según desaparecían la socialdemocracia y la democracia cristiana como fuerzas políticas dominantes y prosperaba una derecha más nacionalista, por un lado, y ultraliberal, por otro, se ha venido resaltando menos la finalidad solidaria de la Unión Europea. En manos de las nuevas fuerzas políticas dominantes, ha desaparecido prácticamente la imagen de Europa como un lugar, no solamente de progreso, sino también de cohesión e igualdad. La pandemia de la covid y la invasión rusa de Ucrania parecen haber reavivado algo la imagen de una Europa más decidida a defender la legalidad internacional, pero aún titubeante en cuanto a recuperar su convicción de que la brutal desigualdad económica dentro de los propios Estados miembros, la acumulación de riquezas nunca vistas en pequeños grupos con enorme poder, socava la democracia y destruye la confianza de los ciudadanos en las instituciones.
De todas las posibles consecuencias del aumento de la desigualdad económica —escribe el economista John Ermisch— ninguna es más preocupante que la que haga que el hijo/a de un hombre pobre siga siendo pobre y que el hijo/a de un hombre rico siga siendo rico. La obligación de garantizar la movilidad económica y social está en manos de la Unión Europea, pero la Unión Europea es, a fin de cuentas, el gobierno que cada uno elige para su propio país. Si al Consejo Europeo y al Parlamento de Bruselas llegan políticos que no creen en esa obligación, que prefieren debilitar la capacidad fiscal y económica de la Unión, habrá desaparecido el sello distintivo de Europa… Y de la modernidad. Y volveremos o bien a buscar enemigos exteriores que distraigan la frustración de los ciudadanos atrapados en presentes sin futuro, o bien a buscar adversarios domésticos redefinidos como traidores a la patria (como advierte el sociólogo Víctor Pérez Díaz en su último artículo Obstáculos a un modo civil de hacer política).
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