Torrente
El asalto al Banco Central de 1981 contuvo los dos rasgos más característicos de la Transición: el miedo y lo grotesco


Hay quien mitifica el proceso democratizador en España tras la muerte de Francisco Franco. También hay quien lo desprecia. Aunque aún es pronto para ponderar con precisión lo positivo y lo negativo de aquellos años (demasiados secretos oficiales, demasiadas sombras en torno al auténtico papel de la monarquía en momentos críticos), cabe decir que lo que llamamos Transición no consistió en un choque de fuerzas, sino de miedos. Tenían miedo los unos, los otros y los que no sabían muy bien en qué bando estaban. Fue una temporada áspera.
Asalto al Banco Central, un libro muy recomendable de Mar Padilla, refleja la doble cara de la Transición. El 23 de mayo de 1981, tres meses después del 23-F, un grupo de asaltantes tomó la sede del Banco Central en la barcelonesa plaza de Cataluña (con casi 300 rehenes) y exigió la liberación de varios de los detenidos por el intento de golpe de Estado, entre ellos el teniente coronel Antonio Tejero. La reacción gubernamental fue de pánico. Las autoridades se convencieron de que los asaltantes eran guardias civiles o militares; incluso creyeron identificar a algunos de ellos.
Ese mismo día, caída ya la noche y con el banco aún tomado, los muchos periodistas que rondábamos por la plaza empezábamos a tener bastante claro que aquello tenía todo el aspecto de un simple atraco disfrazado de otra cosa. El miedo inicial a una nueva operación involucionista fue desvaneciéndose. Pero surgió otro miedo: el Gobierno, que supuestamente conocía bien el ambiente en las instituciones armadas, consideraba verosímil que pudieran cometer las salvajadas más atroces. Por tanto, convenía mantenerse espantado.
El asalto al Banco Central, decíamos, contuvo los dos rasgos más característicos de la Transición: el miedo y lo grotesco. Un simple grupo de chorizos, algunos de muy poca monta, puso los pelos de punta a todo un país. Fue un acto a la vez violento y ridículo. Como lo fue el asalto al Congreso por parte de Tejero. Entre miedo y miedo, la Transición tuvo situaciones tan cutres que resultaban cómicas.
Resulta curioso comprobar que un cierto tipo de cutrez se ha mantenido muy pimpante en la España salida de aquellos años. Santiago Segura hizo, a partir de 1998, una sátira bestia de esa caspa que nunca acabamos de perder. En su personaje, el policía facha José Luis Torrente, podíamos reconocer la parte más sórdida de nuestra aventura colectiva. Cosas como la absurda peripecia política de Jesús Gil, la rocambolesca fuga y captura de Luis Roldán (con sus deprimentes fotos de prostíbulo), el travestismo ideológico, la corrupción urbanística.
Han pasado décadas, crisis, pandemia. Y Torrente sigue ahí. El asunto del diputado socialista Juan Bernardo Fuentes, Tito Berni, nos devuelve de nuevo a las comisiones ilegales, la cocaína y la vileza del “volquete de putas”.
Lo que no esperábamos era que el espectro torrentiano se extendiera hasta un ámbito presuntamente antitético. El feminismo lleva una temporada acumulando lamparones. Ni la causa más justa de nuestro tiempo se libra de las motas de caspa. Y Ángela Rodríguez, secretaria de Estado de Igualdad, tiene salidas que dejan a Torrente a la altura de un hipster. Lo del Satisfyer “matafascistas” es maravilloso: el mismísimo Torrente se habría emocionado.
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